febrero 20, 2011



Dj Paul Elstak - Megamix




“Apología del ocio”, de Robert Louis Stevenson


BOSWELL: Cuando no hacemos nada, nos aburrimos.
JOHNSON: Esa sucede, señor, porque como los demás están ocupados, nos falta compañía; si ninguno hiciera nada, no nos aburriríamos; nos divertiríamos los unos a los otros.


En estos tiempos en que todos estamos obligados bajo pena de lesa respetabilidad a entrar en alguna profesión lucrativa y a trabajar en ella con entusiasmo, un grito del partido opuesto, el de los que se contentan con tener lo suficiente, con mirar a su alrededor y gozar mientras tanto, puede sonar un poco a bravata o fanfarronería. Sin embargo no debería ser así. Lo que suele llamarse ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer mucho de lo que no está reconocido en los formularios dogmáticos de la clase dominante; tiene derecho a mantener su posición al igual que la industriosidad. Es cosa admitida que la presencia de gentes que rehúsan entrar en las profesiones que se premian con peniques, es a la vez un insulto y un desánimo para aquellos que lo hacen. Un buen muchacho (como vemos muchos) toma su determinación, vota por su oficio, y según la enfática expresión americana, “va por ellos”. Mientras éste avanza trabajosamente por el camino, no es difícil comprender su resentimiento al ver algunas personas echadas tranquilamente en el prado al lado del camino, con un pañuelo en las orejas y un vaso al alcance de la mano. Alejandro fue tocado en su punto más débil ante la indiferencia de Diógenes. ¿De qué servía a estos bárbaros la gloria de haber conquistado Roma, si al entrar a la Casa del Senado se encontraron allí a los Padres, sentados y silenciosos, indiferentes en absoluto de su éxito? Es duro haber trabajado tanto y escalado altas colinas, y cuando todo ha sido realizado, encontrar a la humanidad indiferente a los logros conseguidos. De ahí que los físicos condenen a los no físicos; los financistas sólo toleran superficialmente a aquéllos que poco saben acerca de la bolsa; la gente culta desprecia a los incultos; y que la gente que tiene metas se alíe para menospreciar a quienes no las tienen. Pero aunque esta es una de las dificultades del tema, no es la mayor. A nadie se le puede meter en prisión por hablar contra la industria, pero sí puede ser enviado a Coventry por hablar como un loco. La mayor dificultad, en la mayoría de los temas, es tratarlos bien. Por tanto, recuerden por favor que esto es una apología. Es cierto que hay mucho que argumentar juiciosamente en favor de la diligencia. Sólo hay una cosa que decir contra ella, y es lo que diré en esta ocasión. Exponer un argumento no significa necesariamente estar sordo a los otros, y que un hombre haya escrito un libro de viajes sobre Montenegro, no quiere decir que nunca haya estado en Richmond.

Seguramente está fuera de toda duda que la gente suele estar un poco ociosa durante la juventud. Pues aunque pueda hallarse un Lord Macaulay que escapa de la escuela con todos los honores sin mengua de su ingenio, la mayoría de los muchachos pagan tan caro medallas y condecoraciones, que nunca más tienen un penique en el bolsillo y comienzan su vida en bancarrota. Y lo mismo sucede cuando un muchacho se educa a sí mismo, o mientras otros lo educan. Debió haber sido un viejo caballero insensato el que se dirigió a Johnson en Oxford con estas palabras: “Joven, aplíquese diligentemente a los libros ahora y adquiera una buena cantidad de conocimientos; ya que con el paso de los años advertirá que el andar entre los libros es una tarea bastante penosa”. El viejo caballero parece no haber tenido en cuenta que, aparte de los libros, también hay otras cosas no menos trabajosas, y que algunas llegan acaso a hacerse imposibles cuando el hombre se ve obligado a usar anteojos y no puede caminar sin la ayuda de un bastón. Los libros están bien en su estilo, pero son apenas un pálido sucedáneo de la vida. Es una pena estar como la dama de Shalott, mirándose al espejo, de espaldas al clamor y al bullicio de la realidad. Y si un hombre se entrega demasiado a la lectura, como nos lo recuerda la vieja anécdota, no le quedará tiempo para pensar.

Si recordamos los tiempos de nuestra educación, estoy seguro de que no serán las intensas, vívidas e instructivas horas de travesuras las que deploremos; serán más bien los deslustrados períodos entre el sueño y la vela de las clases. Por mi parte, asistí a una buena cantidad de clases en mi tiempo. Todavía puedo recordar que el girar de una peonza es un caso de estabilidad cinética. Recuerdo también que la enfiteusis no es una enfermedad, ni el estilicidio un crimen. Pero aunque no renuncio a estas migajas de ciencia, no las sitúo en el mismo lugar que otras cosas sueltas que aprendí mientras vagaba en la calle. No es este el momento para extenderme sobre ese poderoso lugar de educación -la calle- que fue la escuela favorita de Dickens y de Balzac, y que cada año otorga títulos a tantos desconocidos en el Arte de la Vida. Basta con decir esto: el muchacho que no aprende en la calle, es porque no tiene capacidad para aprender. No es preciso estar siempre en la calle para vagabundear, pues, si se lo prefiere, se puede ir al campo atravesando los suburbios; puede sentarse al lado de unas lilas y fumar innumerables pipas arrullado por el golpear del agua sobre las piedras. Un pájaro cantará en la enramada. Mientras tanto, podrá sumirse en agradables pensamientos, ver las cosas en una nueva luz. Si no es esto educación, ¿qué lo es? Podemos imaginar a Don Mundanal Prudencio, acercándose al muchacho y sosteniendo la siguiente conversación:

-Vamos muchacho, ¿qué haces aquí?
-A decir verdad, señor, paso el rato.
-¿No es acaso tu hora de clase? ¿No deberías ahora hallarte sumido en tus libros con diligencia, de modo que puedas obtener conocimientos?
-¡Si usted me lo permite, así también aprendo!
-Aprendes ¿qué? Contéstame, ¿matemáticas?
-No, ciertamente.
-¿Metafísica?
-Tampoco.
-¿Alguna lengua?
-No, ninguna.
-¿Comercio?
-No, comercio tampoco.
-¿Qué cosa, pues?
-En efecto, señor, como pronto llegará para mí el momento de hacer mi peregrinaje, deseo saber qué hacen los que están en casos similares al mío, y dónde están los peores abismos y espesuras del camino. Además, quiero saber qué cosas me habrán de ser útiles para el camino. Más aún, estoy aquí, al lado del arroyo, para aprender una canción que mi maestro me enseñó y que se llama Paz o Contento.

Aquí el señor Mundanal Prudencio no pudo contener su enojo y blandiendo su bastón de modo amenazador, se expresó de este modo:

-¡Aprendiendo! ¡Qué va! Si por mí fuera, todos estos bandidos serían azotados por el verdugo!

Y siguió su camino, arreglándose la corbata entre crujidos de almidón, como un pavo cuando extiende sus plumas.

Ahora bien, esta opinión del señor Prudencio es la opinión común. Un hecho, por ejemplo, no es considerado un hecho, sino meras habladurías, si no cae dentro de alguna de las categorías anotadas. Una investigación debe ir orientada en una dirección reconocida y con un nombre definido. De otro modo, no se estará investigando sino haraganeando, y el asilo será algo demasiado cómodo para nosotros. Se supone que todo conocimiento se encuentra en el fondo de un pozo, o a una distancia inusitada. Sainte Beuve, al envejecer, empezó a considerar toda experiencia como contenida en un gran libro único, en el que estudiamos unos pocos años antes de partir. Y le daba igual si se leía el capítulo XX, sobre el cálculo diferencial, o el capítulo XXXIX, sobre el oír tocar la banda en el jardín. De hecho, una persona inteligente, teniendo abiertos los ojos y atentos los oídos, sin dejar de sonreír, adquirirá una educación más verdadera que muchos otros que viven en heroicas vigilias. Hay, en verdad, cierto árido y frío conocimiento propio de las cimas de las ciencias formales y laboriosas; pero es mirando alrededor como se podrán adquirir los cálidos y palpitantes hechos de la vida. Mientras otros llenan su memoria con una baraúnda de palabras, la mitad de las cuales olvidarán antes de que termine la semana, nuestro vagabundo aprenderá tal vez un arte útil como tocar el violín, apreciar un buen cigarro o hablar con propiedad y facilidad a toda clase de personas. Muchos que se han aplicado a los libros con diligencia y lo saben todo a propósito de esta u otra rama de la sabiduría aceptada, terminan sus estudios con un aire de búhos viejos, y se muestran secos, rancios y dispépticos en los aspectos mejores y más brillantes de la vida. Algunos llegan a amasar grandes fortunas sin que por ello dejen de ser vulgares y patéticamente estúpidos hasta el final de sus días. Mientras tanto, ahí va nuestro ocioso, que empezó su vida a la par con ellos, y que nos muestra, si ustedes me lo conceden, una figura bien distinta. Ha tenido tiempo para cuidar de su salud y de su espíritu; ha pasado buena parte de su tiempo al aire libre, que es lo más saludable tanto para el cuerpo como para la mente; y si nunca ha leído lo más oscuro y recóndito del libro, se ha hundido en él y lo ha ojeado con excelentes resultados. ¿No estaría acaso el estudiante dispuesto a entregar algunas raíces hebreas, y el hombre de negocios algunas de sus coronas, por compartir algunos conocimientos que el ocioso posee sobre la vida en general y sobre el Arte de Vivir? El ocioso, incluso, tiene otras y más importantes cualidades que estas. Me refiero a su sabiduría. Él, que con tanto detenimiento ha contemplado las pueriles satisfacciones de los otros en sus entretenimientos, mirará los propios con una muy irónica indulgencia. Su voz no se oirá entre el coro de los dogmáticos. Tendrá siempre una gran comprensión por todo tipo de gentes y opiniones. Del mismo modo que no halla verdades irrefutables, tampoco se identificará con flagrantes falsedades. Su camino lo lleva siempre por vías laterales, no demasiado frecuentadas, pero muy llanas y placenteras, que a menudo se las llama el Belvedere del Sentido Común. Desde allí contemplará un paisaje, si no noble, al menos agradable. Mientras otros contemplan el Este y el Oeste, el Demonio y la Aurora, él observará contento una suerte de hora matutina que se posa sobre todas las cosas sublunares, con un ejército de sombras que se cruzan rápidamente y en todas direcciones acercándose al luminoso día de la eternidad. Las sombras y las generaciones, los eruditos doctores y las clamorosas guerras, se hunden al cabo y para siempre en el silencio y el vacío. Pero, por encima de todo esto, un hombre puede ver, a través de las ventanas del Belvedere, un paisaje verde y pacífico. Muchas habitaciones alumbradas; la buena gente que ríe, bebe, y hace el amor como se hacía antes del Diluvio y la revolución francesa; y al viejo pastor que cuenta sus historias bajo el espino.

El celo extremado, trátese de la escuela o del colegio, de la iglesia o del mercado, es síntoma de deficiente vitalidad; y una capacidad para el ocio implica un apetito universal y un fuerte sentimiento de identidad personal. Hay un buen número de muertos-vivos, gentes gastadas, apenas conscientes de que están vivos, salvo por el ejercicio que les demanda una ocupación convencional. Lléveselos al campo, o embárqueselos, y se los verá cómo claman por su escritorio o sus estudios. Carecen de curiosidad; no pueden abandonarse a los excitantes imprevistos; y no derivan ningún placer en el ejercicio de sus facultades como tales; y a menos que la necesidad los espolee, no se moverán de su lugar; no vale la pena hablar con esta gente: no pueden estar ociosos, su naturaleza no es lo suficientemente generosa; y pasan aquellas horas que no dedican furiosamente a hacer dinero, en un estado de coma. Cuando no tienen que ir a la oficina, cuando no están hambrientos o sedientos, el mundo que respiran alrededor suyo está vacío. Si deben esperar una hora el tren, caen en un estúpido trance con los ojos abiertos. Al verlos, uno supone que no hay nada que mirar en el mundo, ni nadie con quién hablar. Se creerá que sufren de parálisis o de enajenación; y, sin embargo, se trata de gentes que trabajan duro en sus oficios, y que tienen una mirada rápida para descubrir un error en la escritura o un cambio en la bolsa. Han estado en el colegio y en la universidad, pero siempre han tenido los ojos fijos en las medallas; han recorrido el mundo y han tratado con gente de mérito, pero todo el tiempo han estado sumidos en sus propios asuntos. Como si el alma humana no fuera de por sí suficientemente pequeña, han empequeñecido y estrechado las suyas, mediante una vida dedicada al trabajo y carente en absoluto de juego. Al llegar a los cuarenta, ahí los tenemos, con una atención distraída, la mente vacía de toda diversión, y ningún pensamiento qué frotar con otro mientras esperan el tren. Antes de “echarse los pantalones largos”, hubieran trepado a los vagones; a los veinte, seguramente habrían mirado a las muchachas; pero ahora la pipa se ha consumido, el rapé se agotó, y mi hombre se halla tieso sentado en una silla, con ojos lastimosos. Esta forma de éxito no me parece atractiva en lo más mínimo.

Pero no es sólo la propia persona la que sufre con sus malos hábitos, sino también su mujer y sus hijos, sus amigos y conocidos, e inclusive la gente que se sienta con él en el tren o el carruaje. La perpetua devoción a lo que un hombre llama sus asuntos, sólo puede sostenerse a costa de la perpetua negligencia hacia muchas otras cosas; y no es de manera alguna cierto que el trabajo de un hombre sea lo más importante. Desde una mirada imparcial, resulta claro que los papeles más sabios, más virtuosos y más benéficos que pueden representarse en el Teatro de la Vida son representados por actores gratuitos, y que estos aparecen ante el mundo en general como períodos de ocio; pues en dicho Teatro, no sólo los caballeros paseantes, las doncellas que cantan, los diligentes violinistas de la orquesta, sino también aquéllos que observan y aplauden desde las graderías cumplen con la misma eficacia su cometido en bien del resultado final. No hay duda de que dependemos en buena medida del consejo de nuestros abogados y agentes de bolsa, del guarda y de los conductores que nos llevan rápidamente de un lugar a otro, del policía que se pasea por las calles para darnos protección; pero ¿hay un pensamiento de gratitud en nuestro corazón para algunos otros benefactores que nos hacen sonreír cuando nos los topamos, o sazonan nuestras comidas con su buena compañía? El coronel Newcome ayudaba a sus amigos a malbaratar su fortuna; Fred Bayham tenía la fea manía de pedir camisas prestadas; y, sin embargo, era preferible estar con ellos que con Mr. Barnes; y aunque Falstaff no fue ni sabio ni sobrio, conozco a más de un Barrabás sin cuya presencia el mundo no habría perdido mucho. Hazlitt comenta que se sintió más obligado para con Northcote, quien por lo demás no le prestó jamás nada que pudiera llamarse un servicio, que respecto a su círculo de ostentosos amigos; ya que consideraba que un buen compañero es, enfáticamente, el más grande benefactor. Sé que hay personas que no pueden sentirse agradecidas a menos que el favor que se les haga se haya logrado al costo del dolor y las dificultades. Pero esto no es más que una mezquindad. Un hombre nos envía seis cuartillas repletas de los chismes más entretenidos, o un artículo que nos hace pasar media hora divertida y provechosa. ¿Pensamos que el servicio habría sido mayor si los hubiera escrito con sangre, o en pacto con el demonio? Seríamos más considerados con nuestro corresponsal, en caso de que hubiera estado maldiciéndonos por nuestra falta de oportunidad? Aquello que hacemos por placer es más benéfico que lo que hacemos por obligación, pues, al igual que la piedad, resulta dos veces bendito. Un beso puede hacer felices a dos, pero una broma a veinte. Pero donde quiera que se encuentre un sacrificio, o el favor se conceda con dolor, la gente generosa lo recibe con confusión. Ningún deber se valora menos entre nosotros que el deber de ser felices. Siendo felices sembramos anónimamente beneficios para el mundo, que permanecen desconocidos aún para nosotros mismos, o que cuando se les revela a nadie sorprenden tanto como a nosotros mismos. El otro día, un muchacho andrajoso y descalzo corría calle abajo detrás de una piedra, con tal aire de felicidad que contagiaba a todo el que se encontraba de su buen humor; una de estas personas, cuyos negros pensamientos habían desaparecido como por arte de magia, detuvo al muchacho y le dio algunas monedas a tiempo que comentaba: “ya ves lo que sucede con sólo parecer contento”. Si antes había parecido contento, ahora seguramente debía parecer mistificado. Por mi parte, no puedo dejar de justificar el que se anime a los niños a sonreír antes que a llorar. No deseo pagar por ver otras lágrimas que las del teatro. Encontrar un hombre feliz o una mujer feliz es mejor que encontrarnos con un billete de cinco libras. Él o ella son focos que irradian buenos sentimientos; y cuando entran a un salón, sucede algo así como si se hubiera encendido una vela de más. No nos importa si pueden o no demostrar la proposición cuarenta y siete; hacen algo más que eso: demuestran, prácticamente, el gran teorema de lo Vivible que es la Vida. Consecuentemente, si una persona sólo puede ser feliz permaneciendo ociosa, ociosa debe permanecer. Es un precepto revolucionario; pero debido al hambre y a los asilos, uno del que no puede abusarse fácilmente; y dentro de límites prácticos, se trata de una de las más incontrovertibles verdades del Corpus Moral. Contemplemos uno de esos tipos industriosos por un momento. Siembra afanes y malas digestiones; hace rentar una gran cantidad de actividad, y recibe como beneficio una buena suma de desgaste nervioso. Una de dos: o se retira del mundo y de toda compañía, como un recluso en su buhardilla, con zapatillas y un pesado tintero, o se mete entre la gente ácida y afanosamente, sintiendo contracciones en su sistema nervioso, para descargar su malhumor antes de volver al trabajo. No me interesa qué tanto o qué tan bien trabaja, este sujeto es dañino para las vidas de los otros. Se viviría mejor si él hubiese muerto. Preferirían en la oficina pasarse sin sus servicios, antes que tener que tolerar su malhumor. Emponzoña la vida en la fuente. Es mejor verse empobrecido por un sobrino bribón, que soportar día a día a un tío receloso.

¿Y para qué, Dios mío, tantos afanes? ¿Cuál es la causa por la que amargan sus vidas y las de otros? Que un hombre pueda publicar tres o treinta artículos al año, que pueda o no terminar su gran pintura alegórica, son asuntos de poca importancia para el mundo. Las filas de la vida están llenas; y aunque unos cuantos caigan, habrá siempre otros que vengan a llenar la brecha. Cuando se le dijo a Juana de Arco que debía estar en casa realizando oficios de mujer, ella respondió que había muchas para hilar y lavar; y lo mismo podría afirmarse de cualquiera, aunque tuviera las más raras habilidades; cuando la naturaleza es tan “descuidada de la vida individual”, ¿por qué habríamos de imaginar que la nuestra tiene excepcional importancia? Supongamos que Shakespeare hubiera sido golpeado en la cabeza alguna noche oscura en la cota de caza de sir Thomas Lucy; ¿marcharía el mundo mejor o peor, dejaría el cántaro de ir a la fuente, la hoz al grano y el estudiante al libro? Y ni de la pérdida del más sabio nos habríamos dado cuenta. Entre las obras existentes no hay muchas, si se miran las alternativas, que valgan lo que una libra de tabaco para un hombre de medios limitados. Esta es solamente una reflexión que serenará nuestra vanidad terrena. Ni siquiera el estanquero podrá encontrar vanagloria personal en lo que acabo de expresar; pues aunque el tabaco resulte un excelente sedante, las cualidades requeridas para venderlo no son raras ni preciosas en sí mismas. iAy! Esto puede tomárselo como se quiera, pero pocas son las funciones individuales verdaderamente indispensables. Atlas fue solamente un individuo con una prolongada pesadilla; y, con todo, es fácil ver comerciantes que labran una gran fortuna y que terminan en los tribunales por quiebra; escribientes que pasan su vida escribiendo pequeños artículos, hasta que su temperamento se convierte en una cruz para quienes están a su lado, como si se tratara de Faraones, que en vez de construir pirámides, construyeran alfileres; y muchachos que trabajan hasta el agotamiento, para ser transportados luego en una carroza fúnebre adornada de plumas blancas. ¿No suponemos que en el oído de éstos, alguien habría susurrado la promesa de un destino sobresaliente? ¿Y que la bola en que su destino se jugó, era el centro y ombligo del universo? Y, sin embargo, no hay tal. Las metas por las que ellos entregaron su inapreciable juventud, en lo que les toca, pueden ser quiméricas o perjudiciales; las glorias y las riquezas que esperan, pueden no llegar jamás, o llegar cuando les son indiferentes; y ellos mismos y el mundo que habitan son tan insignificantes, que la mente se hiela con sólo pensarlo.

febrero 19, 2011



La rubia en el bar del filme "Las Palmas" por Johannes Nyholm



Como ser un gran escritor

tienes que follarte a muchas mujeres
bellas mujeres
y escribir unos pocos poemas de amor decentes

y no te preocupes por la edad
y/o los nuevos talentos.

sólo toma más cerveza más y más cerveza.

Ve al hipódromo por lo menos una vez
a la semana

y gana
si es posible.

aprender a ganar es difícil,
cualquier idiota puede ser un buen perdedor.

y no olvides tu Brahms,
tu Bach y tu
cerveza.

no te exijas.
duerme hasta el mediodía.

evita las tarjetas de crédito
o pagar cualquier cosa en término.

acuérdate de que no hay un pedazo de culo
en este mundo que valga más de 50 dólares
(en 1977).

y si tienes capacidad de amar
ámate a ti mismo primero
pero siempre sé consciente de la posibilidad de
la total derrota
ya sea por buenas o malas razones.

un sabor temprano de la muerte no es necesariamente
una mala cosa.

quédate afuera de las iglesias y los bares y los museos
y como las araña sé
paciente,
el tiempo es la cruz de todos.
más
el exilio
la derrota
la traición

toda esa basura.

quédate con la cerveza la cerveza

es continua sangre.

una amante continua.
agarra una buena máquina de escribir
y mientras los pasos van y vienen
más allá de tu ventana

dale duro a esa cosa
dale duro.

haz de eso una pelea de peso pesado.

haz como el toro en la primer embestida.

y recuerda a los perros viejos,
que pelearon tan bien:
Hemingway, Celine, Dostoievsky, Hamsun.

si crees que no se volvieron locos en habitaciones minúsculas
como te está pasando a ti ahora,
sin mujeres
sin comida
sin esperanza...

entonces no estás listo

toma más cerveza.
hay tiempo.
y si no hay
está bien
igual.


Charles Bukowski

febrero 18, 2011



STEVE REICH - ELECTRIC COUNTERPOINT - 3. Fast



“¿Por qué leer?”, de Harold Bloom

Importa, si es que los individuos van a retener alguna capacidad de formarse juicios y emitir opiniones propias, que sigan leyendo por su cuenta. Qué lean y cómo -bien o mal- no puede depender totalmente de ellos, pero el motivo (el por qué) debe ser el interés propio. Uno puede leer meramente para pasar el rato o leer con manifiesta urgencia, pero en definitiva siempre leerá contra el reloj. Acaso los lectores de la Biblia, ésos que la recorren por sí mismos, ejemplifiquen la urgencia con mayor claridad que los lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre otras cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y lamentablemente el cambio último es universal.

Me entrego a la lectura como a una práctica solitaria más que como a una empresa educativa. El modo en que leemos hoy, cuando estamos solos con nosotros mismos, guarda una continuidad considerable con el pasado, cualquiera sea la vía adoptada en las academias. Mi lector ideal (y héroe de toda la vida) es el Dr. Samuel Johnson, que conocía y expresó tanto el poder como las limitaciones de la lectura incesante. Ésta, como todas las actividades de la mente, debía satisfacer el principal compromiso de Johnson, que era con "lo que tenemos cerca, aquello que podemos usar". Sir Francis Bacon, que aportó algunas de las ideas que Johnson llevó a la práctica, dio este célebre consejo: "No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o discurso, sino para sopesar y reflexionar." A Bacon y Johnson yo añado un tercer sabio de la lectura, Emerson, fiero enemigo de la historia y de todo historicismo, quien señaló que los mejores libros "nos impresionan con la convicción de que una naturaleza escribió y la misma naturaleza lee". Permítanme fundir a Bacon, Jonson y Emerson en una fórmula de cómo leer: encontrar, entre lo que está cerca, aquello que puede usarse para sopesar y reflexionar, y que se dirige a uno como si uno compartiera la naturaleza única, libre de la tiranía del tiempo. En términos pragmáticos esto significa: primero encuentra a Shakespeare, y deja que él te encuentre a ti. Si es que El rey Lear te encuentra plenamente, sopesa la naturaleza que ambos compartís y reflexiona sobre ella; es proximidad contigo mismo. No me propongo con esto ser idealista, sino pragmático. Utilizar la tragedia como queja contra el patriarcado es falsificar los intereses propios primordiales, sobre todo en el caso de una mujer joven; lo que no es tan irónico como suena. Shakespeare, más que Sófocles, es la autoridad ineludible sobre el conflicto entre generaciones, y más que ningún otro lo es sobre las diferencias entre mujeres y hombres. Ábrete a la lectura plena de El rey Lear y comprenderás mejor los orígenes de lo que crees que es el patriarcado.

En definitiva leemos -como concuerdan Bacon, Johnson y Emerson- para fortalecer el sí-mismo (el self) y averiguar cuáles son sus intereses auténticos. Al hecho de que experimentemos esos aumentos como placer puede deberse que los moralistas sociales, de Platón a nuestros actuales puritanos de campus, siempre hayan reprobado los valores estéticos. Sin duda los placeres de la lectura son más egoístas que sociales. Uno no puede mejorar directamente la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. Por tradición, la esperanza social siempre ha sido que el crecimiento de la imaginación individual estimulara el cuidado por los otros. Yo me mantengo escéptico respecto de la esperanza social, y tomo con gran cautela cualquier argumento que vincule los placeres de la lectura solitaria al bien público. La pena de la lectura profesional es que sólo raras veces uno recupera el placer de leer que conoció en la juventud, cuando los libros eran un entusiasmo hazlittiano. La manera en que leemos hoy depende en parte de nuestra distancia interior o exterior de las universidades, donde la lectura apenas se enseña como placer, en cualquiera de los sentidos profundos de la estética del placer. Abrirse a una confrontación directa con Shakespeare en sus momentos más fuertes, por ejemplo en El rey Lear, nunca es un placer fácil, ni en la juventud ni en la vejez, y sin embargo no leer El rey Lear plenamente (es decir, sin expectativas ideológicas) es ser objeto de fraude cognoscitivo y estético. La niñez pasada en gran medida mirando televisión se proyecta en una adolescencia frente al ordenador, y la universidad recibe un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el irnos de aquí como el haber llegado: la madurez lo es todo. La lectura se desmorona, y en el mismo proceso se hace trizas buena parte de la propia identidad. Todo esto es inmune a los lamentos, y no hay promesas ni programas que lo remedien. Lo que ha de hacerse sólo se puede llevar a cabo mediante alguna versión del elitismo, y, por buenas y malas razones, en nuestra época esto es inaceptable. Todavía hay en todas partes, aun en las universidades, lectores solitarios jóvenes y viejos. Si existe en nuestra época una función de la crítica, será la de dirigirse a la lectora y el lector solitarios, que leen por sí mismos y no por los intereses que supuestamente los trascienden.

En la vida como en la literatura, el valor está muy relacionado con lo idiosincrático, con los excesos por los cuales se pone en marcha el sentido. No es casual que los historicistas - críticos convencidos de que a todos nos sobredetermina la historia de la sociedad - consideren los personajes literarios como signos en una página y nada más. Si no tenemos un pensamiento que sea propio, Hamlet ni siquiera será un caso clínico. Si se trata de restablecer la forma en que leemos hoy, paso ahora al primer principio, un principio que me apropio del Dr. Johnson: Limpiate la mente de jergas. El diccionario inglés dirá que "jerga" (cant), en este sentido, es un lenguaje desbordante de perogrulladas piadosas, el vocabulario peculiar de una secta o un aquelarre [1]. Dado que las universidades han potenciado expresiones como "género y sexualidad" o "multiculturalismo", la admonición de Johnson se convierte en: "Limpiate la mente de jerga académica". Una cultura universitaria donde la apreciación de la ropa interior victoriana reemplaza la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning parece la extravagancia de un nuevo Nathanael West, pero es meramente la norma. Un producto subsidiario de esta "poética cultural" es que no puede haber un nuevo Nathanael West, pues ¿cómo podría semejante cultura académica alimentar la parodia? Los poemas de nuestro clima han sido reemplazados por las trusas de nuestra cultura. Los nuevos Materialistas nos dicen que han recobrado el cuerpo para el historicismo y afirman trabajar en nombre del Principio de Realidad. La vida de la mente debe someterse a la muerte del cuerpo; pero para esto poco se requieren los hurras de una secta académica.

Limpiate la mente de jerga conduce al segundo principio del restablecimiento de la lectura: No trates de mejorara tu vecino ni tu vecindario por las lecturas que eliges o cómo las lees. La superación personal ya es un proyecto bastante considerable para la mente y el espíritu de cada uno: no hay ética de la lectura. Hasta tanto haya purgado su ignorancia primordial, la mente no debería salir de casa; las excursiones prematuras al activismo tienen su encanto, pero consumen tiempo, y nunca habrá tiempo suficiente para leer. Historizar, sea el pasado o el presente, es practicar una especie de idolatría, una devoción obsesiva a las cosas en el tiempo. Leamos entonces bajo esa luz interior que celebró John Milton y Emerson adoptó como principio de lectura. Principio que bien puede ser el tercero de los nuestros: El estudioso es una vela que encienden el amor y el deseo de todos los hombres. Olvidando tal vez la fuente, Wallace Stevens escribió maravillosas variaciones de esta metáfora; pero la frase emersoniana original articula con mayor claridad el tercer principio de la lectura. No hay por qué temer que la libertad del desarrollo como lector sea egoísta porque, si uno llega a ser un verdadero lector, la respuesta a su labor lo ratificará como iluminación de los otros. Cuando reflexiono sobre las cartas de desconocidos que he recibido en los últimos siete u ocho años, en general me conmuevo tanto que no puedo responder. Si tienen un pathos para mí, radica en que a menudo trasuntan un ansia de estudios literarios canónicos que las universidades desdeñan satisfacer. Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de mujeres y hombres cultivados, y proféticamente agregó: "El hogar del escritor no es la universidad sino el pueblo." Se refería a los escritores fuertes, a los hombres y mujeres representativos; a los representantes de sí mismos, y no a los parlamentarios, pues la política de Emerson era la del espíritu.

La función -olvidada en gran medida- de una educación universitaria quedó captada para siempre en "El estudioso americano", discurso en el que, de los deberes del docto, Emerson dice: "Todos deben estar comprendidos en la confianza en sí mismo." Yo tomo de Emerson mi cuarto principio de la lectura: Para leer bien hay que ser un inventor. A la "lectura creativa", en el sentido de Emerson, yo la llamé alguna vez "mala lectura" [2], palabra que persuadió a mis oponentes de que padecía de dislexia voluntaria. La ruina o el espacio en blanco que ven ellos cuando miran un poema está en sus propios ojos. La confianza en sí mismo no es una donación ni un atributo, sino el Segundo Nacimiento de la mente, y no sobreviene sin años de lectura profunda. En estética no hay patrones absolutos. Si alguien desea sostener que el ascendiente de Shakespeare fue un producto del colonialismo, ¿quién se molestará en refutarlo? Al cabo de cuatro siglos Shakespeare nos impregna más que nunca; lo representarán en la estratosfera y en otros mundos, si se llega hasta allí. No es una conspiración de la cultura occidental; contiene todos los principios de la lectura y es mi piedra de toque a lo largo del libro. Borges atribuyó el carácter universal de Shakespeare a su aparente falta de personalidad, pero ese rasgo es más bien una gran metáfora de lo que hace diferente a Shakespeare, que en última instancia es poder cognoscitivo como tal. Con frecuencia, aunque no siempre sabiéndolo, leemos en busca de una mente más original que la nuestra.

Como la ideología, sobre todo en sus versiones más superficiales, es especialmente nociva para la capacidad de captar y apreciar la ironía, sugiero que nuestro quinto principio para el restablecimiento de la lectura sea la recuperación de lo irónico. Pensemos en la inagotable ironía de Hamlet, que casi invariablemente dice una cosa cuando quiere decir otra, ésta a menudo lo opuesto de lo que está diciendo. Pero con este principio me acerco a la desesperación, porque enseñarle a alguien a ser irónico es tan difícil como instruirlo para que se haga solitario. Y sin embargo la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado.

Anduve de Tabla en Tabla
con paso lento y prudente
Sentía alrededor las estrellas
En torno a mis pies el Mar
Sabía que quizá la siguiente
fuera la pulgada final -
A mi precario Paso algunos
Suelen llamarlo Experiencia

Mujeres y hombres pueden caminar de maneras diferentes, pero a menos que nos disciplinen todos tenemos un paso en cierto modo individual. Difícilmente puede aprehenderse a Dickinson, maestra del Sublime precario, si uno está muerto para sus ironías. Aquí va andando por el único sendero disponible, "de tabla en tabla"; irónicamente, no obstante, la lenta cautela se yuxtapone a un titanismo que le hace sentir "alrededor las estrellas", aunque tenga los pies casi en el mar. El hecho de ignorar si el paso siguiente será la "pulgada final" le confiere ese "precario Paso" al que no da nombre, aunque "algunos" lo llamen Experiencia. Dickinson había leído "Experiencia", el ensayo de Emerson -una pieza culminante, muy al modo en que "De la experiencia" lo fuera para Montaigne- y su ironía es una respuesta amable a la apertura de Emerson: "¿Dónde nos encontramos? En una serie cuyos extremos desconocemos, y que para nuestra creencia no existen." Para Dickinson el extremo es ignorar si el paso siguiente será la pulgada final. "¡Si alguno de nosotros supiera qué estamos haciendo, o hacia dónde vamos, sería mejor que lo pensáramos dos veces!" El consiguiente ensueño de Emerson difiere del de Dickinson en temperamento o, como dice ella, en el paso. En el ámbito de la experiencia de Emerson "todas las cosas nadan y destellan", y su ironía genial es muy diferente de la ironía de la precariedad de Dickinson. Con todo, ninguno de los dos es un ideólogo, y en los poderes rivales de sus respectivas ironías ambos perviven.

Al final del sendero de la ironía perdida hay una pulgada última, más allá de la cual el valor literario será irrecuperable. La ironía es sólo una metáfora, y es difícil que la ironía de una edad literaria sea la de otra; no obstante, sin un renacimiento del sentido irónico se habrá perdido más que lo que llamamos "literatura imaginativa". Ya parece estar perdido Thomas Mann, irónico mayor de los grandes escritores de este siglo. No dejan de aparecer nuevas biografías suyas, casi siempre reseñadas sobre la base de su homoerotismo, como si la única forma de rescatarlo para nuestro interés fuera certificar su condición de homosexual, y darle así un lugar en los planes de estudio universitarios. Esto no difiere mucho de estudiar a Shakespeare sobre todo por su aparente bisexualidad, pero los caprichos del contrapuritanismo vigente parecen no tener límite. Aunque las ironías de Shakespeare, es de esperar, son las más abarcadoras y dialécticas de toda la literatura occidental, su arco emocional es tan vasto e intenso que no siempre median entre nosotros y las pasiones de los personajes. Por lo tanto Shakespeare sobrevivirá a nuestra era; perderemos sus ironías y nos aferraremos a lo que quede de él. Pero en Thomas Mann cada emoción, narrativa o dramática, está mediada por un esteticismo irónico; enseñar Muerte en Venecia o Desorden y pena temprana a los universitarios más habituales resulta casi imposible. Cuando los autores son destruidos por la historia, con toda justicia calificamos sus obras como "piezas de época"; pero cuando la ideología historizada nos los vuelve inaccesibles, creo que topamos con un fenómeno diferente.

La ironía exige un cierto nivel de atención y la habilidad de poder tener ideas antitéticas, incluso cuando éstas chocan entre sí. Despojar a la lectura de ironía implica la pérdida inmediata de toda disciplina y sorpresa. Busca todo aquello que te es cercano, que pueda ser usado para sopesar y considerar, y muy probablemente encontrarás ironía, incluso si muchos de tus profesores no saben qué es ni dónde encontrarla. La ironía limpiará tu mente de la jerga de los ideólogos y te ayudará a resplandecer como el estudioso de una vela.

Cuando uno anda por los setenta quiere tan poco leer mal como vivir mal, porque el tiempo no afloja la marcha. No sé si le debemos a Dios o a la naturaleza una muerte, pero la naturaleza hará su cosecha de todos modos y, por cierto, a la mediocridad no le debemos nada, cualquiera sea la colectividad que pretende mejorar o al menos representar.

Debido a que por medio siglo mi lector ideal ha sido el Dr. Samuel Johnson, paso a ocuparme de mi pasaje favorito de su Prefacio a Shakespeare:

Éste es pues el mérito de Shakespeare, que su drama sea el espejo de la vida; que aquél que ha enmarañado su imaginación siguiendo los fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, escenas que permitirían a un ermitaño estimar las transacciones del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones.

Para leer sentimientos humanos en lenguaje humano hay que ser capaz de leer humanamente, con toda el alma. Tenga las convicciones que tenga, uno es más que una ideología; y Shakespeare le dice algo a la parte de sí que cada cual lleve hasta él. En otras palabras: Shakespeare nos lee más enteramente de lo que podemos leerlo a él, aun después de habernos limpiado la cabeza de jergas. No ha habido antes ni después de él otro escritor con semejante dominio de la perspectiva, ni que desborde tanto cualquier contextualización que se imponga a sus obras. Johnson, que percibió esto de modo admirable, nos incita a permitir que Shakespeare nos cure de nuestros "éxtasis delirantes". Permítanme extender a Johnson instándonos también a reconocer los fantasmas que exorcizará la lectura profunda de Shakespeare. Uno de ellos es la Muerte del Autor; otro es la afirmación de que el yo es una ficción; otro más, la opinión de que los personajes literarios y dramáticos son signos en una página. Un cuarto fantasma, el más pernicioso, es que el lenguaje piensa por nosotros.

De todos modos, al fin el amor por Johnson y por la lectura me aparta de la polémica para llevarme a la celebración de los muchos lectores solitarios que sigo encontrando, tanto en el aula como en los mensajes que recibo. Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens, y todos sus pares porque amplían la vida, y más. En términos pragmáticos, se han convertido en la Bendición, ésta en el verdadero sentido yahvístico de "más vida vertida en tiempo sin límites." Leemos en profundidad por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo suficientes personas; porque necesitamos conocernos mejor; porque requerimos conocimiento, no sólo de nosotros mismos o de otros, sino de cómo son las cosas. Sin embargo el motivo más fuerte y auténtico para la lectura profunda del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil. Yo no patrocino precisamente una erótica-de-la-lectura, y pienso que "dificultad placentera" es una definición plausible de lo Sublime; pero la búsqueda del lector sigue siendo un placer más alto. Hay un Sublime del lector que me parece la única trascendencia secular a nuestro alcance, si exceptuamos esa trascendencia aún más precaria que llamamos "enamoramiento". Los exhorto a descubrir aquello que les es realmente cercano y puede utilizarse para sopesar y reflexionar. A leer profundamente, no para creer, no para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee.




Notas

[1] Cant tiene, por supuesto, una acepción más esotérica que el español jerga, referido a especialidades u oficios. (Nota del traductor)

[2] El término inglés acuñado por Bloom es misreading, que también puede traducirse como lectura desviada. (N. del T.)






Prólogo a Cómo leer y por qué, 2000


Secede - Outran



“Permanecer toda la vida en el anonimato”. Conversación entre Jiddu Krishnamurti y Susanaga Weeraperuma


Susanaga Weeraperuma: Krishnaji, en el periódico de hoy he leído una noticia interesante. Un miembro del Consejo Municipal de Colombo presentará una moción sobre usted en la próxima reunión. En su moción dice que el Consejo Municipal de la ciudad de Colombo debería organizar una recepción cívica en su honor.

Krishnamurti: ¿Qué ocurre exactamente en una recepción cívica?

SW: Las recepciones cívicas se organizan únicamente en honor de personas distinguidas y en ellas participan el alcalde y destacados ciudadanos.

K: ¡Santo cielo! ¡Yo soy un pobre don nadie cuya individualidad se ha extinguido! ¡Extinguido, no distinguido! (Risas).

SW: En esta recepción, es probable que el primer ministro le dé la bienvenida y se pronuncien discursos en su honor. Le obsequiarán un pergamino firmado por eminencias de Sri Lanka.

K: ¿Y qué contendrá el pergamino?

SW: Seguramente se referirán a sus diversos logros y a su espiritua­lidad.

K: ¡No quiero un certificado de nadie!

SW: Krishnaji, creo que será una gran pena si rechaza esta invita­ción. ¡Qué oportunidad para pronunciar un estupendo discurso! Quizás algunos de los políticos que lo escuchen adquieran un interés permanente en sus enseñanzas. ¿Por qué privarlos de los beneficios de su mensaje?

K: Si esos políticos están verdaderamente interesados en lo que tengo que decir, nada les impide asistir a mis conferencias públicas. Señor, es usted tan ingenuo que no ve las intenciones que se ocultan tras el comportamiento de los políticos. ¿No ve que todos ellos tienen motivaciones políticas? Me niego a que los políticos me utilicen. Los evito.

SW: ¡Dice que evita a los políticos pero tiene usted tratos con la seño­ra Indira Gandhi!

K: ¡Eso es diferente! Indira es una vieja amiga. Su padre, el Pandit Nehru, nos visitaba a Amma (la doctora Annie Besant) y a mí cuando estábamos en Benarés.

SW: Por favor, reconsidere lo que le he sugerido.

K: Lo lamento. Telefonee a este miembro del Consejo Municipal y pídale que retire la moción del orden del día. ¿Me hará usted el favor de llamarlo ahora mismo?

SW: Sí, pero si insisten en organizar una ceremonia en su honor, no creo que pueda usted impedirlo.

K: ¡Que hagan lo que quieran, pero yo no asistiré!

SW: Ahora mismo llamaré.

K: Haga lo que haga en la vida y esté donde esté, evite siempre la publicidad. No ansíe estar en el candelero. El otro día le decía a unas personas que el deseo de ver la propia foto publicada en los periódicos es una gran vulgaridad. Huya de las multitudes vulgares y lleve una vida digna, desconocida por sus amigos, parientes y colegas. Igual que el árbol frondoso que permanece oculto en la profundidad del bosque, permanezca toda la vida en el anonimato.

SW: ¿Por qué está en contra de los políticos? Seguramente habrá algunos que de veras desean ayudar a la sociedad.

K: Todo aquel que está impulsado por la ambición y el ansia de poder no puede ser bueno. Son ellos los responsables de muchos de los males del mundo. En la India, la gente organiza mucho alboroto en torno a sus líderes políticos. Miles de personas se pasan horas bajo un sol de justicia sólo para ver a un político importante como si se tratara de un extraño animal. ¿Por qué darles tanta importancia cuando sabemos que aspiran al liderazgo político nada más que para llevar agua a su molino? Los políticos huelen a corrupción. De modo que una persona buena debe mantenerse alejada de los políticos y de todas sus actividades. Si desea ayudar a los pobres y mejorar las condiciones sociales, el primer paso es ser una buena persona. Esa misma bondad tendrá una influencia benéfica en la sociedad.






en Krishnamurti, tal como le conocí, 1988


Kettel - Pinch of Peer





Diez estrategias de manipulación mediática por Noam Chomsky

1. La estrategia de la distracción

El elemento primordial del control social es la estrategia de la distracción que consiste en desviar la atención del público de los problemas importantes y de los cambios decididos por las elites políticas y económicas, mediante la técnica del diluvio o inundación de continuas distracciones y de informaciones insignificantes. La estrategia de la distracción es igualmente indispensable para impedir al público interesarse por los conocimientos esenciales, en el área de la ciencia, la economía, la psicología, la neurobiología y la cibernética. “Mantener la atención del público distraída, lejos de los verdaderos problemas sociales, cautivada por temas sin importancia real. Mantener al público ocupado, ocupado, ocupado, sin ningún tiempo para pensar; de vuelta a granja como los otros animales (cita del texto ‘Armas silenciosas para guerras tranquilas)”.




2. Crear problemas y después ofrecer soluciones

Este método también es llamado “problema-reacción-solución”. Se crea un problema, una “situación” prevista para causar cierta reacción en el público, a fin de que éste sea el mandante de las medidas que se desea hacer aceptar. Por ejemplo: dejar que se desenvuelva o se intensifique la violencia urbana, u organizar atentados sangrientos, a fin de que el público sea el demandante de leyes de seguridad y políticas en perjuicio de la libertad. O también: crear una crisis económica para hacer aceptar como un mal necesario el retroceso de los derechos sociales y el desmantelamiento de los servicios públicos.




3. La estrategia de la gradualidad

Para hacer que se acepte una medida inaceptable, basta aplicarla gradualmente, a cuentagotas, por años consecutivos. Es de esa manera que condiciones socioeconómicas radicalmente nuevas (neoliberalismo) fueron impuestas durante las décadas de 1980 y 1990: Estado mínimo, privatizaciones, precariedad, flexibilidad, desempleo en masa, salarios que ya no aseguran ingresos decentes, tantos cambios que hubieran provocado una revolución si hubiesen sido aplicadas de una sola vez.




4. La estrategia de diferir

Otra manera de hacer aceptar una decisión impopular es la de presentarla como “dolorosa y necesaria”, obteniendo la aceptación pública, en el momento, para una aplicación futura. Es más fácil aceptar un sacrificio futuro que un sacrificio inmediato. Primero, porque el esfuerzo no es empleado inmediatamente. Luego, porque el público, la masa, tiene siempre la tendencia a esperar ingenuamente que “todo irá mejorar mañana” y que el sacrificio exigido podrá ser evitado. Esto da más tiempo al público para acostumbrarse a la idea del cambio y de aceptarla con resignación cuando llegue el momento.




5. Dirigirse al público como criaturas de poca edad

La mayoría de la publicidad dirigida al gran público utiliza discursos, argumentos, personajes y entonación particularmente infantiles, muchas veces próximos a la debilidad, como si el espectador fuese una criatura de poca edad o un deficiente mental. Cuanto más se intente buscar engañar al espectador, más se tiende a adoptar un tono infantilizante. ¿Por qué? “Si uno se dirige a una persona como si ella tuviese la edad de 12 años o menos, entonces, en razón de la sugestionabilidad, ella tenderá, con cierta probabilidad, a una respuesta o reacción también desprovista de un sentido crítico como la de una persona de 12 años o menos de edad (ver 'Armas silenciosas para guerras tranquilas')”.




6. Utilizar el aspecto emocional mucho más que la reflexión

Hacer uso del aspecto emocional es una técnica clásica para causar un corto circuito en el análisis racional, y finalmente al sentido crítico de los individuos. Por otra parte, la utilización del registro emocional permite abrir la puerta de acceso al inconsciente para implantar o injertar ideas, deseos, miedos y temores, compulsiones, o inducir comportamientos…




7. Mantener al público en la ignorancia y la mediocridad

Hacer que el público sea incapaz de comprender las tecnologías y los métodos utilizados para su control y su esclavitud. “La calidad de la educación dada a las clases sociales inferiores debe ser la más pobre y mediocre posible, de forma que la distancia de la ignorancia que planea entre las clases inferiores y las clases sociales superiores sea y permanezca imposibles de alcanzar para las clases inferiores (ver ‘Armas silenciosas para guerras tranquilas')”.




8. Estimular al público a ser complaciente con la mediocridad

Promover al público a creer que es moda el hecho de ser estúpido, vulgar e inculto…




9. Reforzar la autoculpabilidad

Hacer creer al individuo que es solamente él el culpable por su propia desgracia, por causa de la insuficiencia de su inteligencia, de sus capacidades, o de sus esfuerzos. Así, en lugar de rebelarse contra el sistema económico, el individuo se autodesvalida y se culpa, lo que genera un estado depresivo, uno de cuyos efectos es la inhibición de su acción. Y, sin acción, ¡no hay revolución!




10. Conocer a los individuos mejor de lo que ellos mismos se conocen

En el transcurso de los últimos 50 años, los avances acelerados de la ciencia han generado una creciente brecha entre los conocimientos del público y aquellos poseídos y utilizados por las elites dominantes. Gracias a la biología, la neurobiología y la psicología aplicada, el “sistema” ha disfrutado de un conocimiento avanzado del ser humano, tanto de forma física como psicológicamente. El sistema ha conseguido conocer mejor al individuo común de lo que él se conoce a sí mismo. Esto significa que, en la mayoría de los casos, el sistema ejerce un control mayor y un gran poder sobre los individuos, mayor que el de los individuos sobre sí mismos.

febrero 16, 2011



Cut copy - Hearts on Fire




“Copy-Paste: La técnica del Neoconceptualismo”, de Alan Meller


Si alguien cree en las relaciones causales. Si alguien cree que al observar un hielo derretirse bajo una llama de fuego, puede establecer una ley tal como: el agua pasa de estado sólido a líquido tras aplicarle calor. Si alguien cree en la ciencia y cree que pueden desplazarse dichas categorías a un estudio literario. Si alguien cree que la realidad es la simiente desde donde surge la literatura, esa persona, ese fiel creyente no podría menos que verse tentado a buscar la raíz del fenómeno llamado Neoconceptualismo en una particular herramienta tecnológica surgida hace muy poco tiempo.

Resulta seductor asociar como primera fuente del Neoconceptualismo aquellas cartas que los sicópatas de las películas de detectives dejaban en la escena del crimen como crucigramas de sus próximos asesinatos. Cartas jamás escritas por ellos. La letra del sicópata era una huella demasiado explícita. Eran cartas construidas con letras recortadas de un diario. La letra, ese mínimo reducto de la palabra escrita, no estaba hecha por el asesino. Con esa sutil estrategia, el sicópata intentaba ocultar su identidad.

Es quizás en este último punto desde donde pueda extraerse la idea de que el Neoconceptualismo tiene sus bases en este tipo de cartas, pues ambos procedimientos ocultan en algún plano la identidad del productor del texto. Sin embargo, todo parece anunciar que la técnica de los sicópatas no hubiese llegado más lejos si no nos hubiese invadido inexpugnablemente la tecnología de las computadoras, y en especial dos comandos específicos, simples y fundamentales: copiar y pegar.

Escribir con el lápiz sobre un papel, es en esencia, no muy diferente a hablar. Pensemos en una lapicera, de tinta. Pensemos en un pliego de papel con las líneas horizontales marcadas con delicadeza. El escriba (o escritor) comienza a dibujar letras, a ocupar el espacio, a llenar la superficie de la hoja con tinta negra. Cuando hablamos, desplazamos sonidos temporalmente. Las palabras ya dichas no pueden ser recuperadas (sí repetidas, pero la palabra exacta, la ya dicha no puede escucharse a menos, claro, de que dispongamos de alguna tecnología que nos permita grabar y reproducir lo antes dicho). Las palabras ya dichas no pueden ser modificadas, y, para el dolor de muchos, no pueden eliminarse como si nunca hubiesen sido pronunciadas. A nuestro escriba, rellenando hojas y hojas de tinta negra, le sucede algo parecido. Puede rayar una palabra, y hacer creer que nunca existió, desde luego. Pero no le resulta tan fácil desplazar trozos ya escritos, o anteponer extensos párrafos.

En la Baja Edad Media, por disputas políticas, el califa musulmán Omar suspendió el envío de papiros a Europa. Los escritores de la época reutilizaron los textos antiguos. Rasparon lo escrito y volvieron a escribir sobre el papiro. Pero ya no podían recuperar lo borrado. Hoy, a través de nuevas técnicas somos capaces de leer ambos textos, el escrito y el borrado, cohabitando en el mismo papiro. Pero salvo estas exiguas referencias, no es mucho más lo que se ha conocido en la historia acerca de la eliminación y recuperación de textos escritos sobre un mismo material.

Quienes se abocan a la técnica neoconceptual, tal como la conocemos hoy, trabajan exclusivamente en el computador. Esto permite una doble función. La pantalla, a diferencia del papel, admite tantas modificaciones como el autor desee. Permite guardar distintas versiones, ínfimamente mutadas, de un mismo texto. Y permite, como ya hemos adelantado más arriba, utilizar dos comandos: copiar y pegar.

El texto escrito, el libro en cuestión, aún es importante para el Neoconceptualismo, pero remontémonos a un futuro no tan distante. Imaginemos un momento histórico en el cual el hombre sea capaz de disponer, desde su computador, de cualquier texto escrito en el pasado. En esa época el neoconconceptualizador ya no necesitará copiar en la pantalla los textos escogidos para reutilizarlos en sus obras; ya no requerirá de la ayuda del teclado, aquel sutil remedo de la antigua imprenta china, sino que le bastará con el lúdico mouse y esos dos comandos: copiar y pegar, para producir sus obras.

Sin embargo, aunque no distemos mucho de esa época en la que todo lo escrito se encuentre digitalizado, un lector avezado no tardará en notar que esa época cabalmente no ha llegado, y aun así el Neoconceptualismo existe. Ese mismo lector, casi molesto se preguntará, ¿alguien podría considerar al Neoconceptualismo como una consecuencia de un fenómeno que aún no ocurre? Inteligente observación pero no muy rigurosa. No es producto de la textualidad digitalizada desde donde quien escribe este texto colige la aparición del Neoconceptualismo [1], sino que es producto de otro fenómeno: la invención de los comandos copiar y pegar [2].

La música electrónica es quizás la mejor analogía que existe para poder explicar la utilidad de estas dos herramientas. En ella el compositor, el deejay, realiza un montaje, un ensamblaje de diversas melodías, sin las antiguas distinciones entre música alta y baja, sin siquiera necesitar saber tocar un instrumento, limitándose (o atreviéndose) a copiar y pegar sonidos preexistentes y el resultado es una obra absolutamente nueva para la tradición y los auditores, modificada apenas para otorgarle coherencia rítmica al conjunto de la obra musical montada.

El copy-paste instaura una nueva lógica textual, donde cada trozo no sólo evoca un aire de intertextualidad sino que lleva más allá la noción de la teórica Julia Kristeva, quien afirma que todo texto es un intertexto, que todo texto es un mosaico de citas, noción que aludía metafóricamente a la dependencia original de la literatura, anclada en el lenguaje; y lleva mucho más allá esa noción pues elude su hálito metafórico transformando a la teoría en el innegable testimonio que otorga el Neoconceptualismo a la tradición, textos que realmente son mosaico de citas, donde no se ha hecho nada más que copiar y pegar. Sin duda, y nunca está de más volver a ello, tal como el deejay modifica sutilmente el ritmo del trozo musical que va a acoplar junto a otro, el neoconceptualizador debe modificar la morfosintaxis del texto utilizado para lograr la coherencia interna del nuevo texto. Nuevo texto ya preexistente en trozos sueltos del saber, y aglomerados en un nuevo orden que revitaliza la tradición y concede nuevas maneras de leer lo que ya se ha leído.

Entre las numerosas consecuencias que pueden derivar de una cultura inmersa en la infinita utilización del copy-paste, surgen, como las más inmediatas e irremediables: el eclecticismo y la confusión histórica. Nada impide que cohabiten en un mismo texto trozos escritos por un autor italiano del siglo XVI como Luigi Tansillo, junto a la violencia pulp del poeta indio Kunwar Narayan, junto al prolijo realismo de Chejov, junto al surrealismo cachondo de Anais Nin, junto al posmodernismo guatemalteco de Rodrigo Rey Rosa, ad eternum…

¿Qué implica esta exuberante suma de eclecticismo textual? Sin duda, la inevitable pérdida de valoración de los discursos. Entre tanta cita será imposible discernir de dónde ha surgido éste o aquél párrafo, y por ello perderá el gravitante dominio que su autor poseía sobre él, y sólo quedará la calidad intrínseca del texto y sobre ello resaltará la destreza que el montajista, aquí llamado neoconceptualizador, posea sobre los textos.

Copiar y pegar puede parecer algo sencillo, un juego de niños, pero tras este tentador equívoco subyace otra realidad más señera: copiar y pegar es una técnica que cualquiera puede utilizar, pero cuyo resultado dependerá exclusivamente de la intuición estética que posea el neoconceptualizador.

Copiar y pegar es una técnica. Neoconceptualizar, un arte.







Notas

[1] Aquel fenómeno sólo facilitará la forma de producción de los textos neoconceptuales.
[2] Los más posmodernos pretenderán invertir la causalidad estableciendo dichos comandos como una consecuencia de la aparición del Neoconceptualismo.


Twin Shadow - Slow



JACK KEROUAC, CREDO Y TECNICA DE LA PROSA MODERNA (Extracto)

(Lista de la condiciones esenciales)

1. Libretas secretas garrapateadas y páginas frenéticas mecanografiadas para tu exclusivo placer.

2. Acoge todo signo, ábrete, escucha.

3. Evita emborracharte cuando no estás en casa.

4. Sé amante de tu vida.

6. Sé poseído de una ingenua santidad del espíritu.

7. Respira, respira tan fuerte como puedas.

8. Escribe lo que quieres infinitamente, brota del infinito de tu alma.

10. No más tiempo para la poesía, en su lugar lo que es.

12. Permanece en trance, inmóvil, sueña con el objeto que está ante ti.

14. Al igual que Proust, sé fanático del tiempo.

15. Relata la historia verdadera del mundo en monólogo interior.

17. Vive tu memoria y tu asombro.

18. Sal del fondo de tu ser, y con los ojos muy abiertos lánzate al mar del lenguaje.

19. Acepta perderlo todo.

24. Suprime el miedo y la vergüenza ante la integridad de tu experiencia, de tu lengua y de tu saber.

25. Escribe para que el mundo lea y vea la imagen precisa que tienes de él.

26. Un libro-film, un film de palabras, he ahí la forma norteamericana de visión.

28. Creación salvaje, sin límite, pura, surgida de las profundidades, a ser posible alucinada.

29. Tú eres un genio, siempre.