febrero 16, 2011



Cut copy - Hearts on Fire




“Copy-Paste: La técnica del Neoconceptualismo”, de Alan Meller


Si alguien cree en las relaciones causales. Si alguien cree que al observar un hielo derretirse bajo una llama de fuego, puede establecer una ley tal como: el agua pasa de estado sólido a líquido tras aplicarle calor. Si alguien cree en la ciencia y cree que pueden desplazarse dichas categorías a un estudio literario. Si alguien cree que la realidad es la simiente desde donde surge la literatura, esa persona, ese fiel creyente no podría menos que verse tentado a buscar la raíz del fenómeno llamado Neoconceptualismo en una particular herramienta tecnológica surgida hace muy poco tiempo.

Resulta seductor asociar como primera fuente del Neoconceptualismo aquellas cartas que los sicópatas de las películas de detectives dejaban en la escena del crimen como crucigramas de sus próximos asesinatos. Cartas jamás escritas por ellos. La letra del sicópata era una huella demasiado explícita. Eran cartas construidas con letras recortadas de un diario. La letra, ese mínimo reducto de la palabra escrita, no estaba hecha por el asesino. Con esa sutil estrategia, el sicópata intentaba ocultar su identidad.

Es quizás en este último punto desde donde pueda extraerse la idea de que el Neoconceptualismo tiene sus bases en este tipo de cartas, pues ambos procedimientos ocultan en algún plano la identidad del productor del texto. Sin embargo, todo parece anunciar que la técnica de los sicópatas no hubiese llegado más lejos si no nos hubiese invadido inexpugnablemente la tecnología de las computadoras, y en especial dos comandos específicos, simples y fundamentales: copiar y pegar.

Escribir con el lápiz sobre un papel, es en esencia, no muy diferente a hablar. Pensemos en una lapicera, de tinta. Pensemos en un pliego de papel con las líneas horizontales marcadas con delicadeza. El escriba (o escritor) comienza a dibujar letras, a ocupar el espacio, a llenar la superficie de la hoja con tinta negra. Cuando hablamos, desplazamos sonidos temporalmente. Las palabras ya dichas no pueden ser recuperadas (sí repetidas, pero la palabra exacta, la ya dicha no puede escucharse a menos, claro, de que dispongamos de alguna tecnología que nos permita grabar y reproducir lo antes dicho). Las palabras ya dichas no pueden ser modificadas, y, para el dolor de muchos, no pueden eliminarse como si nunca hubiesen sido pronunciadas. A nuestro escriba, rellenando hojas y hojas de tinta negra, le sucede algo parecido. Puede rayar una palabra, y hacer creer que nunca existió, desde luego. Pero no le resulta tan fácil desplazar trozos ya escritos, o anteponer extensos párrafos.

En la Baja Edad Media, por disputas políticas, el califa musulmán Omar suspendió el envío de papiros a Europa. Los escritores de la época reutilizaron los textos antiguos. Rasparon lo escrito y volvieron a escribir sobre el papiro. Pero ya no podían recuperar lo borrado. Hoy, a través de nuevas técnicas somos capaces de leer ambos textos, el escrito y el borrado, cohabitando en el mismo papiro. Pero salvo estas exiguas referencias, no es mucho más lo que se ha conocido en la historia acerca de la eliminación y recuperación de textos escritos sobre un mismo material.

Quienes se abocan a la técnica neoconceptual, tal como la conocemos hoy, trabajan exclusivamente en el computador. Esto permite una doble función. La pantalla, a diferencia del papel, admite tantas modificaciones como el autor desee. Permite guardar distintas versiones, ínfimamente mutadas, de un mismo texto. Y permite, como ya hemos adelantado más arriba, utilizar dos comandos: copiar y pegar.

El texto escrito, el libro en cuestión, aún es importante para el Neoconceptualismo, pero remontémonos a un futuro no tan distante. Imaginemos un momento histórico en el cual el hombre sea capaz de disponer, desde su computador, de cualquier texto escrito en el pasado. En esa época el neoconconceptualizador ya no necesitará copiar en la pantalla los textos escogidos para reutilizarlos en sus obras; ya no requerirá de la ayuda del teclado, aquel sutil remedo de la antigua imprenta china, sino que le bastará con el lúdico mouse y esos dos comandos: copiar y pegar, para producir sus obras.

Sin embargo, aunque no distemos mucho de esa época en la que todo lo escrito se encuentre digitalizado, un lector avezado no tardará en notar que esa época cabalmente no ha llegado, y aun así el Neoconceptualismo existe. Ese mismo lector, casi molesto se preguntará, ¿alguien podría considerar al Neoconceptualismo como una consecuencia de un fenómeno que aún no ocurre? Inteligente observación pero no muy rigurosa. No es producto de la textualidad digitalizada desde donde quien escribe este texto colige la aparición del Neoconceptualismo [1], sino que es producto de otro fenómeno: la invención de los comandos copiar y pegar [2].

La música electrónica es quizás la mejor analogía que existe para poder explicar la utilidad de estas dos herramientas. En ella el compositor, el deejay, realiza un montaje, un ensamblaje de diversas melodías, sin las antiguas distinciones entre música alta y baja, sin siquiera necesitar saber tocar un instrumento, limitándose (o atreviéndose) a copiar y pegar sonidos preexistentes y el resultado es una obra absolutamente nueva para la tradición y los auditores, modificada apenas para otorgarle coherencia rítmica al conjunto de la obra musical montada.

El copy-paste instaura una nueva lógica textual, donde cada trozo no sólo evoca un aire de intertextualidad sino que lleva más allá la noción de la teórica Julia Kristeva, quien afirma que todo texto es un intertexto, que todo texto es un mosaico de citas, noción que aludía metafóricamente a la dependencia original de la literatura, anclada en el lenguaje; y lleva mucho más allá esa noción pues elude su hálito metafórico transformando a la teoría en el innegable testimonio que otorga el Neoconceptualismo a la tradición, textos que realmente son mosaico de citas, donde no se ha hecho nada más que copiar y pegar. Sin duda, y nunca está de más volver a ello, tal como el deejay modifica sutilmente el ritmo del trozo musical que va a acoplar junto a otro, el neoconceptualizador debe modificar la morfosintaxis del texto utilizado para lograr la coherencia interna del nuevo texto. Nuevo texto ya preexistente en trozos sueltos del saber, y aglomerados en un nuevo orden que revitaliza la tradición y concede nuevas maneras de leer lo que ya se ha leído.

Entre las numerosas consecuencias que pueden derivar de una cultura inmersa en la infinita utilización del copy-paste, surgen, como las más inmediatas e irremediables: el eclecticismo y la confusión histórica. Nada impide que cohabiten en un mismo texto trozos escritos por un autor italiano del siglo XVI como Luigi Tansillo, junto a la violencia pulp del poeta indio Kunwar Narayan, junto al prolijo realismo de Chejov, junto al surrealismo cachondo de Anais Nin, junto al posmodernismo guatemalteco de Rodrigo Rey Rosa, ad eternum…

¿Qué implica esta exuberante suma de eclecticismo textual? Sin duda, la inevitable pérdida de valoración de los discursos. Entre tanta cita será imposible discernir de dónde ha surgido éste o aquél párrafo, y por ello perderá el gravitante dominio que su autor poseía sobre él, y sólo quedará la calidad intrínseca del texto y sobre ello resaltará la destreza que el montajista, aquí llamado neoconceptualizador, posea sobre los textos.

Copiar y pegar puede parecer algo sencillo, un juego de niños, pero tras este tentador equívoco subyace otra realidad más señera: copiar y pegar es una técnica que cualquiera puede utilizar, pero cuyo resultado dependerá exclusivamente de la intuición estética que posea el neoconceptualizador.

Copiar y pegar es una técnica. Neoconceptualizar, un arte.







Notas

[1] Aquel fenómeno sólo facilitará la forma de producción de los textos neoconceptuales.
[2] Los más posmodernos pretenderán invertir la causalidad estableciendo dichos comandos como una consecuencia de la aparición del Neoconceptualismo.

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