febrero 01, 2011

No hay muerte sin ojos que la vean



Había sido la jornada más agotadora después de que Malenca llegó del hospital. El entumecimiento de sus piernas desaparecía y cada vez se mostraba más animosa con los quehaceres domésticos. De nuevo recobraba su energía y las ganas de caminar. A decir verdad, todos pensamos que era lo mejor que podía pasarle en el momento en que se incorporó de la cama y quiso ir a la cocina a preparar café, pero esa noche, mientras yo miraba a Aníbal, mi abuelo, me daba cuenta de lo poco que se había reflexionado al  respecto.
Él se encontraba sentado en el sillón individual de la saleta. En ese reposet ennegrecido, tan suyo como el mal olor de su aliento. Estaba inmóvil, agotado y mientras me acercaba a sentarme frente a él, aparentaba estar deteniendo el tiempo. No existía otra luz más que la inducida por el exterior. Eran como las diez y Aníbal estaba casi desnudo, extendido, y parecía resignado a morir derrotado, a no encontrar felicidad alguna en el regazo de su asiento. La habitación más deprimente de todas las que yo conocía  hasta ese día se encontraba en silencio y a oscuras. La penumbra del  momento no dejaba distinguir la decadencia con la que se había decorado algunos meses antes. Ese intento de Living room era la más pobre reproducción de alguna fotografía para un catálogo de muebles; pero en las tinieblas únicamente existía Aníbal agonizando resplandeciente, con la calva y la barriga mas blancas que la luna de la ventana, tan lúcido y tan ultrajado por su  propia luminiscencia que cautivaba violentamente la nada en la que nos encontrábamos sentados, unidos únicamente por el vínculo que se establece entre espectador y actor. Era el protagonista de la imagen tan casi perfecta de la destrucción de un ser etéreo.
Frente a él, en lo más negro de ese espacio me estiré para sentir los botones del reproductor que tenía enseguida  y programarlo sin levantarme. Tec, tec, tec, tec, y ya estaba listo. Sabía desde el principio que “La muerte del ángel” era lo preciso para terminar la escena y más importante aún, para sentirme partícipe en la creación de aquella memorable pieza
Y mientras me permitía apreciar cada detalle de la densa y perpetua atmósfera, Aníbal abrupto se dirigió a mí:
- Leguá, hazme un gran favor y ponme a Gershwin… Ya te he dicho que yo lo considero el mejor compositor del siglo veinte y ahora, sin duda, me parece el momento perfecto para escucharlo.
- Sí, me lo habías mencionado alguna vez.
  Contesté en seco.
Inconforme me apresté a complacerlo. Acabadamente era él quien sucumbía de cansancio en la oscuridad. Puse la “Rapsodia en azul” considerándola  más ajustada al momento y mientras esperaba mi fragmento preferido unos pasitos rápidos penetraron en la sala y la luz se encendió.
Mi hermana menor nos miraba. Con la voz pastosa se dirigió a Aníbal.
Antonina se talló los ojos y puso cara de fastidio.
Al escuchar la noticia, Aníbal intentó quitarse la cáscara sitial en la que estaba empotrado, pero yo, sintiendo el compromiso de atender por lo menos esa vez, intervine:
            -No te levantes, me ocuparé yo.
Aníbal asintió con la cabeza mientras cerraba los ojos. Yo me fui tras Antonina, quien caminando a prisa movía desapacible su pijama de cuadritos. Cruzamos el gran pasillo que desemboca en la habitación de mi abuela Malenca. Al entrar la vi sollozando, pero ya la había visto muchas veces en esa situación y me era difícil conmoverme. Antonina siguió derecho hasta llegar a su cama. Sin volver la cabeza se acostó y se cubrió.  Malenca con alivio alzaba las manos tratando de acariciar mi rostro.
¡Mi niña! qué bueno que has llegado, esa vieja ha vuelto y no me deja en paz -apuntaba con la vista hacia el espejo - esta vez se me apareció en un sueño y ahí está viéndonos ahora.
Inicialmente deseé corregir su error de género al dirigirse a mí, pero sabía que eso era lo de menor importancia. Volteé el espejo que estaba en el tocador frente a su cama y recordé aquella vez que mi abuelo no quiso desclavarlo por no dañar la madera del tocador. Da igual.
Después de dar un sorbo me besó en la frente y se acostó de nuevo. Salí de la habitación sin apagar la luz y me dirigí a escuchar “Un americano en parís” con mi abuelo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

opiniones