febrero 13, 2011



John Mayer - Neon



"La casa en la arena”, de Juan Carlos Onetti


Cuando Díaz Grey aceptó con indiferencia haber quedado solo, inició el juego de reconocerse en el único recuerdo que quiso permanecer en él, cambiante, ya sin fecha. Veía las imágenes del recuerdo y se veía a sí mismo al transportarlo y corregirlo para evitar que muriera, reparando los desgastes de cada despertar, sosteniéndolo con imprevistas invenciones, mientras apoyaba la cabeza en la ventana del consultorio, mientras se quitaba la túnica al anochecer, mientras se aburría sonriente en las veladas del bar del hotel. Su vida, él mismo, no era ya más que aquel recuerdo, el único digno de evocación y de correcciones, de que fuera falsificado, una y otra vez, su sentido.

El médico sospechaba que, con los años, terminaría por creer que la primera parte memorable de la historia anunciaba todo lo que, con variantes diversas, pasó después; terminaría por admitir que el perfume de la mujer —le había estado llegando durante todo el viaje, desde el asiento delantero del automóvil— contenía y cifraba todos los sucesos posteriores, lo que ahora recordaba desmintiéndolo, lo que tal vez alcanzara su perfección en días de ancianidad. Descubriría entonces que el Colorado, la escopeta, el violento sol, la leyenda del anillo enterrado, los premeditados desencuentros en el chalet carcomido, y aun la fogata final, estaban ya en aquel perfume de marca desconocida que ciertas noches, ahora, lograba oler en la superficie de las bebidas dulzonas.

Después del viaje junto a la costa, en el principio del recuerdo, el coche salió del camino y fue trepando, lento e inseguro, hasta que Quinteros lo detuvo y apagó los faros. Díaz Grey no quiso enterarse del paisaje; sabía que la casa estaba rodeada de árboles, muy alta sobre el río, aislada entre las dunas. La mujer no dejó el asiento; ellos se apartaron. Quinteros le pasó las llaves y los billetes doblados. Tal vez la luz del encendedor que ella acercó al cigarrillo les tocase, fugaz, los perfiles.

—No te muevas y no te impacientes. Por la playa, hacia la derecha, se llega al pueblo —dijo Quinteros—. Sobre todo, no hagas nada. Ya veremos qué se resuelve. No trates de verme ni de llamarme. ¿De acuerdo?

Díaz Grey subió hacia la casa, simuló tratar de esconder su traje blanco mientras zigzagueaba entre los árboles. El coche llegó al camino y fue aumentando su velocidad hasta mezclar el ruido del motor con el del mar, hasta dejarlo solo escuchando el mar, los ojos cerrados, repitiéndose con tenacidad que vivía en un mes del otoño, recordando las últimas semanas empleadas casi exclusivamente en firmar recetas para morfina en el flamante consultorio de Quinteros, en mirar con disimulo a la inglesa amante de Quinteros —Dolly o Molly—, que las guardaba en su bolso y extendía billetes de diez pesos en una esquina de la mesa, sin entregárselos directamente, sin hablarle nunca, sin mostrar siquiera que lo veía y estaba siguiendo atenta el movimiento rápido y obediente de la mano de Díaz Grey sobre el recetario.

Los días de sol que se repitieron en la playa antes de que llegara el Colorado se transformaron en el recuerdo en uno solo, de longitud normal, pero en el que cabían todos los sucesos: un día de otoño, casi caluroso, en el que hubieran podido entrar, además, su propia infancia y multitud de deseos que no se cumplieron nunca. No necesitaba agregar un solo minuto para verse conversar con los pescadores en la extremidad izquierda de la playa, desmembrar cangrejos para las carnadas; verse recorriendo la orilla en dirección al pueblo, al almacén donde compraba la comida y se emborrachaba apenas, dando un monosílabo por cada frase afirmativa del patrón. Estaba, en el mismo día casi ardiente, bañándose en la completa soledad de la playa, inventando, entre tantas otras cosas, un madero carcomido balanceado por las olas y un terceto de gaviotas chillando encima. Estaba trepando y resbalando en las dunas, persiguiendo insectos entre las barbas de los arbustos, presintiendo el lugar donde sería enterrado el anillo.

Y, además, mientras esto sucedía, Díaz Grey bostezaba en el corredor del chalet, estirado en la silla de playa, una botella a un lado, una revista vieja sobre las piernas; herrumbrada, inútil y vertical contra el tronco de la enredadera, la escopeta descubierta en el galpón.

Díaz Grey estaba con la botella, su desencanto, la revista y la escopeta cuando el Colorado salió de entre los árboles y fue trepando hacia la casa, el saco colgado de un hombro, la gran espalda doblada. Díaz Grey esperó a que la sombra del otro le tocara las piernas; alzó entonces la cabeza y miró el pelo revuelto, las mejillas flacas y pecosas; se llenó con una mezcla de piedad y repulsión que habría de conservarse inalterada en el recuerdo, más fuerte que toda voluntad de la memoria o la imaginación.

—Me manda el doctor Quinteros. Soy el Colorado —anunció con una sonrisa; con un brazo apoyado en la rodilla estuvo esperando las modificaciones asombrosas que su nombre impondría al paisaje, a la mañana que empezaba a declinar, al mismo Díaz Grey y su pasado. Era mucho más corpulento que el médico, aun así, encogido, construyendo su prematura joroba. Apenas hablaron; el Colorado mostró el filo de los dientes diminutos, como de un niño, tartamudeó y fue desviando los ojos hacia el río.

Díaz Grey pudo continuar inmóvil, tan solitario como si el otro no hubiera llegado, como si no alargara el brazo y abriera la mano para dejar caer el saco, como si no se fuera acuclillando hasta quedar sentado en la galería, las piernas colgantes, excesivamente doblado el torso en dirección a la playa. El médico recordó la historia clínica del Colorado, la ampulosa descripción de su manía incendiaria escrita por Quinteros, en la que este semiidiota pelirrojo, manejador de fósforos y latas de petróleo en las provincias del norte, aparecía tratando de identificarse con el sol y oponiéndose a su inmolación en las tinieblas maternales. Tal vez ahora, mirando los reflejos en el agua y en la arena, evocara, poetizadas e imperiosas, las fogatas que había confesado a Quinteros.

—¿No se come? —preguntó el Colorado al atardecer. Entonces Díaz Grey recordó que el otro estaba ahí, doblado, la cabeza redonda tendida hacia la arena que comenzaba a levantar los remolinos de viento. Lo hizo entrar en la casa y comieron, trató de emborracharlo para averiguar algo que no le interesaba: si había venido a esconderse o a vigilarlo. Pero el Colorado apenas conversó mientras comía; bebió todos los vasos que le ofrecieron y fue a tenderse, descalzo, a un costado de la casa.

Entonces se iniciaron los días de lluvia, un período de nieblas que se enredaban y colgaban, velozmente marchitas, de los árboles, borrando a veces y haciendo revivir otras, los colores de las hojas aplastadas en la arena.

"El no está", pensaba Díaz Grey mirando el cuerpo encogido y silencioso del Colorado, viéndolo andar descalzo, empujar la humedad con los hombros, estremecerse como un perro mojado.

Con un brazo a medias tendido, con una sonrisa que reveló la larga espera de un milagro imposible, el Colorado se apoderó de la escopeta. Empezó a doblarse por las noches encima de ella, junto a la lámpara, para manejar y engrasar, caviloso y torpe, tornillos y resortes; por las mañanas se introducía en la neblina con el arma al hombro o colgando contra una pierna.

El médico estuvo buscando restos de cajones, papeles, trapos, alzó algunas ramas casi secas, y una noche encendió la chimenea. Las llamas iluminaron las manos que se doblaban sobre la escopeta abierta; el Colorado levantó por fin la cabeza y miró el fuego, fijamente, sin nada más que la expresión distraída de quien se ayuda a soñar con la oscilación de la luz, la suave sorpresa de las chispas. Después se levantó para corregir la posición de los troncos, manejándolos sin cuidado; volvió a sentarse en la pequeña silla de cocina que había elegido y recuperó la escopeta. Mucho antes de que el fuego se apagara, salió para inspeccionar la noche, donde la niebla se estaba transformando en llovizna y sonaba ya sobre el techo. Regresó sacudiéndose el frío, y el médico pudo verlo pasar con indiferencia junto al resplandor de las brasas que le enrojeció la cara empapada, tirarse en la cama para dormir en seguida, la cara contra la pared, abrazado a la escopeta. Díaz Grey le echó un trapo sobre los pies embarrados, le acarició, palmeteándola, la cabeza, y lo dejó dormir, transformado en perro, sintiéndose nuevamente solo durante otros días y noches, hasta que hubo una mañana con sol intermitente. Entonces bajaron hasta la playa —el Colorado lo vio salir y lo siguió, deteniéndose a veces para apuntar con la escopeta a los pocos pájaros que era capaz de imaginar, trotando después hasta casi alcanzarlo— y recorrieron la orilla hacia el pueblo. Con una bolsa de playa llena de alimentos y botellas regresaron bajo un cielo ya huraño; el médico pudo ver los anchos pies descalzos del Colorado hollando los diversos sitios en que sería enterrado el anillo.

Llovió todo el día, y Díaz Grey se levantó para encender la lámpara un minuto antes de oír el ruido del motor en el camino. Aquí se inician los momentos que alimentan al resto del recuerdo y le otorgan un sentido variable; y así como los días y las noches anteriores a la llegada del Colorado se convirtieron en un solo día de sol, este pedazo del recuerdo se extendió y se fue renovando en un atardecer lluvioso, vivido en el interior de la casa.

Los oyó conversar mientras subían hacia el chalet, reconoció la voz de Quinteros, adivinó que la mujer que se detenía para reír era la misma; miró al Colorado, inmóvil y mudo, abrazándose las rodillas en la sillita; colocó la lámpara sobre la mesa, encendida entre los que iban a entrar y él.

—Hola, hola —dijo Quinteros. Sonreía, exageraba su contento; tocó el hombro húmedo de la mujer, como guiándola para que saludara—. Creo que se conocen, ¿eh?

Ella le dio la mano y mencionó en una pregunta el aburrimiento y la soledad. Díaz Grey reconoció el perfume, supo que ella se llamaba Molly.

—Las cosas están casi arregladas —dijo Quinteros—. Pronto volverás al algodón y al yodo, con un diploma inmaculado. No tuve más remedio que mandarte a este animal; espero que no te moleste, que puedas soportarlo. No pude arreglar de otro modo; cuidado con los fósforos.

Molly fue hasta el rincón donde el Colorado hacía gemir el asiento, hamacándose. Le tocó la cabeza y se agachó para hacerle preguntas inútiles, dar ella misma las respuestas obvias. Díaz Grey comprendió, emocionado, que ella había sido capaz de descubrir, con una sola mirada, tal vez por el olor, que el Colorado había sido transformado en perro. Se inclinó, maniobrando con la mecha de la lámpara, para esconder la cara a Quinteros.

—Lo estoy pasando muy bien. Las mejores vacaciones de mi vida. Y el Colorado no me molesta; no habla, está enamorado de la escopeta. Puedo seguir así indefinidamente. Si quieren comer algo...
—Gracias —dijo Quinteros—, Sólo unos pocos días más, todo se está arreglando —ella continuaba empequeñecida junto a la sonrisa del Colorado, el impermeable barriendo el suelo—. Pero creo que te voy a estropear las vacaciones.

¿Hay algún inconveniente en que Molly se quede aquí un par de días? Es bueno retirarla de la circulación.

—No por mí —repuso Díaz; apartó rápidamente de la lámpara el temblor de su mano—. Pero ella, vivir aquí...

Se alejó de la mesa, señalando las paredes de la habitación con los brazos, entró y salió de la zona de perfume.

—Se arreglará —dijo Quinteros—. ¿No es cierto que te arreglarás? Dos o tres días.

Ella alzó la cabeza para mirar a Quinteros.

—Tengo al Colorado para que me cante.
—Ella te explicará, si quiere —dijo Quinteros. Se despidió casi en seguida y los dos descendieron abrazados, lentamente, a pesar de que la lluvia mojaba y estiraba el pelo de la mujer.

Ahora Quinteros desaparece hasta el final del recuerdo; en el inmóvil, único atardecer lluvioso, ella elige el rincón donde colocará su cama, guía al Colorado en la tarea de vaciar el pequeño cuarto que da al oeste. Cuando el dormitorio está preparado, la mujer se quita el impermeable, se calza unas zapatillas de playa; modifica la posición de la lámpara sobre la mesa, impone un nuevo estilo de vida, sirve vino en tres vasos, reparte los naipes y trata de explicarlo todo sin otro medio que una sonrisa, mientras se alisa el pelo humedecido. Juegan una mano y otra; el médico empieza a comprender la cara de Molly, los ojos azules e inquietos, lo que hay de dureza en su mandíbula ancha, en la facilidad con que puede alegrar su boca y hacerla inexpresiva de inmediato. Comen algo y vuelven a beber; ella se despide para acostarse; el Colorado arrastra su cama cerca de la puerta del dormitorio de la mujer y se tiende, la escopeta sobre el pecho, un talón rozando el suelo para que Díaz Grey sepa que no duerme.

Vuelven a jugar a los naipes hasta aquel momento en que ella bebe demasiado y deja caer los que acaba de pasarle el Colorado, con sólo abrir los dedos, de manera más definitiva que si los arrojara con violencia contra la mesa, estableciendo así que no volverán a jugar.

El Colorado se levanta, recoge los naipes y los va tirando en el fuego de la chimenea. Sólo resta, piensa el médico, acariciar a Molly o hablarle; encontrar y decir una frase limpia pero que aluda al amor. Alarga el brazo y le toca el pelo, lo aparta de la oreja, lo suelta, vuelve a levantarlo. El Colorado pone sobre la mesa la sombra de la escopeta, tomada ahora por el caño. Díaz Grey levanta el pelo y lo suelta, imaginando cada vez el suave golpe que debe ella sentir contra la oreja.

El Colorado está hablando sobre sus cabezas, agita la escopeta y su sombra; repite el nombre de Quinteros, termina y vuelve a comenzar la misma frase, dándole un sentido más transparente o confuso, según Molly lo mire o baje los ojos. La escopeta golpea la muñeca de Díaz Grey y la empuja contra la mesa.

—No se puede hacer —grita el Colorado.

Díaz Grey vuelve a separar el pelo de la oreja con dedos que apenas puede estirar; Molly alza las manos y las une encima de su bostezo. Entonces Díaz Grey siente el dolor en la muñeca y piensa, ya sin compensaciones, que puede estar rota. Ella coloca una mano sobre el pecho de cada uno. El Colorado vuelve a sentarse en la sillita, junto a la chimenea apagada, y Díaz Grey se acaricia el dolor que sube por el brazo, empuja la mano dolorida contra la boca de Molly, que retrocede, se resiste y se abre. Entonces llega el momento en que el médico resuelve matar al Colorado y desciende a la humillación de esconder el cuchillo de limpiar pescado entre la camisa y el vientre y pasearse frente al otro hasta que la hoja fría se entibia, hasta que Molly avanza, desde la puerta, desde alternados rincones de la habitación, extiende los brazos y se acusa a sí misma, alude a una fatalidad imprecisa y personal.

El médico, desembarazado del cuchillo, está tendido en la cama, fumando; escucha el golpeteo de la llovizna en el techo, en la superficie de la tarde inmóvil. El Colorado se pasea ante la puerta de Molly, la escopeta inservible al hombro, cuatro pasos, vuelta, cuatro pasos.

El ruido del agua se hace furioso en el techo y en el follaje, se gasta; ahora ellos andan en el silencio expectante, escudriñando el paisaje gris desde las puertas y las ventanas, remedando ademanes de estatua en la galería, un brazo estirado, todos los sentidos juntos en el dorso de la mano. Por lo menos ella y Díaz Grey. El Colorado presiente la desgracia y se pasea en círculos, dentro de la habitación; arrastra un gemido y la culata del arma contra el piso. El médico espera a que la velocidad de su marcha aumente, se haga frenética, asuste a Molly, amaine.

Cuando Díaz Grey inicia sus viajes entre el galpón y la chimenea, cargando todo lo que pueda ser quemado, el otro continúa paseándose, jadeante, ensaya una canción que ella no quiere oír pero que finge acompañar con movimiento de la cabeza. Apoyada en el marco de la puerta, parece a la vez más alta y más débil, con los pantalones de playa y la tricota de marinero. El Colorado arrastra los pies y canta; ella balancea la cabeza con astucia y esperanza, mientras Díaz Grey enciende los fósforos, mientras la llamarada se alza y suena en el aire. Sin mirar hacia atrás, sin intentar saber qué pasa, Díaz Grey entra en la habitación de Molly. Tendido en la cama, repite a media voz la canción que cantaba el Colorado, mira los dedos de Molly en la hebilla del cinturón, calla al adivinar que el celestinaje corresponde al silencio. Vuelve a resonar la lluvia y las nubes se desgarran, sostienen la luz triste de la eterna tarde de mal tiempo. Mejilla contra mejilla en la ventana, ven alejarse al Colorado, cruzar diagonalmente la playa hasta pisar la orilla, la franja de arena y agua que limita una línea de espuma endurecida.

—Molly —dice Díaz Grey. Sabe que es necesario suprimir las palabras para que cada uno pueda engañarse a sí mismo, creer en la importancia de lo que están haciendo y atraer hasta ellos la sensación, ya reacia, de lo perdurable. Pero Díaz Grey no puede evitar nombrarla.
—Molly —repite, inclinado sobre su último olor—. Molly.

Ahora el Colorado está erguido, rígido junto a la chimenea enfriada, con la escopeta apoyada en los dedos de un pie. Ella se sienta a la mesa y bebe; Díaz Grey vigila al Colorado sin dejar de ver los dientes de Molly, manchados por el vino, exhibidos en una mueca reiterada que no intenta nunca ser una sonrisa. Ella deja el vaso, se estremece, habla en inglés a nadie. El Colorado continúa haciendo guardia al fuego muerto cuando ella reclama un lápiz y escribe versos, obliga a Díaz Grey a mirarlos y guardarlos para siempre, pase lo que pase. Hay tanta desesperación en la parte de la cara de la mujer que él se anima a mirar, que Díaz Grey mueve los labios como si leyera los versos y guarda con cuidado el papel mientras ella fluctúa entre el ardor y el llanto.

—Lo escribí yo, es mío —miente ella—. Es mío y es tuyo. Quiero explicarte lo que dice, quiero que lo aprendas de memoria.

Paciente y enternecida, lo obliga a repetir, lo corrige, le da ánimos:

Here is that sleeping place,
Long resting place
No stretching place,
That never-get-up-no-more
Place
Is here.

Salen a buscar al Colorado. Tomados del brazo, siguen el camino que le vieron hacer antes, en otro momento de la tarde desapacible; bajan, molestándose, paso a paso; caminan en diagonal hasta la orilla y continúan pisándola hasta el pueblo, el almacén. Díaz Grey pide un vaso de vino y se apoya en el mostrador; ella desaparece dentro del negocio, grita y murmura en el rincón del teléfono. Trae, al regresar, una sonrisa nueva, una sonrisa que daría miedo al médico si la sorprendiera dirigida a otro hombre.

Desandan el camino bajo la menuda llovizna que reaparece para enfrentarlos. Ella se detiene.

—No encontramos al Colorado —dice sin mirarlo. Levanta la boca para que Díaz Grey la bese y le deja un anillo en la mano al separarse—. Con esto podemos vivir meses, en cualquier parte. Vamos a recoger mis cosas.

Mientras apresuran el paso por la orilla, Díaz Grey busca en vano la frase y el tipo de mirada que quisiera dejar al Colorado. Ahora sí hay, cerca de la costa, un madero podrido que las olas alzan y hunden; hay un terceto de gaviotas y su escándalo revoloteando en el cielo.

Ella ve el automóvil antes que Díaz Grey y se echa a correr, resbalando en la arena. El médico la ve subir a una duna, los brazos abiertos, perder pie y desaparecer; queda solo ante el pequeño desierto de la playa, los ojos lastimados por el viento. Gira para protegerlos y termina por sentarse. Entonces —a veces en el final de la tarde, otras en su mitad— cava un pozo en la arena, tira el anillo y lo cubre; lo hace ocho veces, en los lugares que pisó el Colorado, en los que él mismo había señalado con una sola mirada. Ocho veces, bajo la lluvia entierra el anillo, y se aleja; camina hasta el agua, trata de equivocar sus ojos mirando los médanos, los árboles raquíticos, el techo de la casa, el automóvil en el declive. Pero vuelve siempre, en línea recta, sin vacilaciones, hasta el sitio exacto del enterramiento; hunde los dedos en la arena y toca el anillo. Tumbado cara al cielo, descansa, se hace mojar por la lluvia y se despreocupa; lentamente inicia el camino hasta la casa.

El Colorado está extendido junto a la chimenea apagada, mascando con lentitud; tiene un vaso de vino en la mano. Ella y Quinteros murmuran velozmente, cara contra cara, hasta que Díaz Grey avanza, hasta que es imposible negar que oyen sus pasos.

—Hola —dice Quinteros, y le sonríe, le alarga un brazo; todavía tiene el sombrero puesto, desacomodado.

Díaz Grey arrastra una silla y se sienta cerca del Colorado; le acaricia la cabeza y lo palmea, cada vez más fuerte, esperando que se enfurezca para golpearle la mandíbula. Pero el otro continúa mascando, apenas se vuelve para mirar; entonces Díaz Grey deja descansar su mano sobre el pelo rojizo y mira hacia ella y Quinteros.

—Todo está arreglado —dice Quinteros—. El beneficio de la duda, para repetir las palabras del juez. Si estabas preocupado, espero que ahora... Aunque, naturalmente, pueden quedarse aquí cuanto quieran.

Se acerca y se inclina para darle otros billetes doblados. Cuando Molly termina de pintarse y abrocharse el impermeable hasta el cuello, Díaz Grey se incorpora y abre bajo la luz, bajo la cara de la mujer, la mano con el anillo en la palma. Sin palabras —y ahora es necesario aceptar que la escena está situada en el final de la tarde— ella le toma los dedos y los va doblando, uno a uno, hasta esconder el anillo.

—Hasta cuando quieras —dice Quinteros desde la puerta. Díaz Grey y el Colorado oyen el ruido del motor que se aleja, su silencio, el murmullo del mar.

Aquí termina, en el recuerdo, la larga tarde lluviosa iniciada cuando Molly llegó a la casa en la arena; nuevamente el tiempo puede ser utilizado para medir.

Tan dramáticamente como si quisiera convencer de que lo ha comprendido todo antes que Díaz Grey, el Colorado se incorpora y vuelve hacia la puerta, hacia la lluvia que cede, una cara humanizada por la sorpresa y la angustia. Toca al médico por primera vez, le aferra un brazo y parece fortalecerse con el contacto; después se levanta y sale corriendo de la casa. Díaz Grey abre la mano, se acerca a la luz para mirar el anillo y soplar los granos de arena que se le han pegado; lo deja sobre la mesa, bebe lentamente un vaso de vino, como si fuera bueno, como si le quedaran cosas en qué pensar. Hay tiempo, se dice; está seguro de que el Colorado no necesita ayuda. Cuando se resuelve a salir encuentra, examina con indiferencia el último momento que puede ser incorporado a la tarde brumosa: una franja de luz rojiza se estira muy alta sobre el río. Enciende un cigarrillo y camina hacia el costado de la casa donde está el galpón; piensa con indolencia que terminó por guardarse el anillo, que dejó sobre la mesa el papel con los versos, que tal vez el deliberado cinismo baste para limpiarlo del remedo de la pasión y su ridículo.

Cuando Díaz Grey, en el consultorio frente a la plaza de la ciudad provinciana, se entrega al juego de conocerse a sí mismo mediante este recuerdo, el único, está obligado a confundir la sensación de su pasado en blanco con la de sus hombros débiles; la de la cabeza de pelo rubio y escaso, doblada contra el vidrio de la ventana, con la sensación de la soledad admitida de pronto, cuando ya era insuperable. También le es forzoso suponer que su vida meticulosa, su propio cuerpo privado de la lujuria, sus blandas creencias, son símbolos de la cursilería esencial del recuerdo que se empeña en mantener desde hace años.

En el final preferido para su recuerdo, Díaz Grey se deja caer a un costado de la casa, sobre la arena mojada. El frenesí del Colorado, que amontona ramas, papeles, tablas, pedazos de muebles contra la pared de madera del chalet, lo hace reír a carcajadas, toser y revolcarse; cuando respira el olor del kerosene inmoviliza al otro con un silbido imperioso y se le acerca, resbalando sobre la humedad y las hojas, saca del bolsillo la caja de fósforos y la sacude junto a un oído mientras avanza y resbala.





febrero 09, 2011



Eskmo - cloudlight





Pequeños problemas y trabajos prácticos de Jean Tardieu



Explique y comente


El espacio

* Dado un muro, ¿qué pasa detrás?
* ¿Cuál es el camino más largo entre dos puntos?
* Dados dos puntos, A y B situados a igual distancia el uno del otro, ¿cómo hacer para desplazar a B sin que A lo advierta?
* Cuando usted habla del Infinito, ¿hasta cuántos kilómetros puede hacer sin cansarse?
*Prolongue una línea recta al infinito ¿qué encontrará al final?



El tiempo

* Dados dos viajeros, uno nacido en 1913 y el otro en 1890, ¿cómo harán para encontrarse en 1944?
* Medir en décimos de segundo el tiempo que se necesita para pronunciar la palabra “eternidad”.



El espacio y el tiempo

* Fije en su mente, antes de dormirse, dos puntos cualesquiera del espacio y calcule el tiempo que se necesita, durmiendo, para ir del uno al otro.
* Un aviador de veinte años de edad da la vuelta a la tierra con tanta rapidez, que “gana” tres horas por día. ¿Al cabo de cuanto tiempo habrá vuelto a la edad de tres años?



Problemas de álgebra con dos incógnitas

* Dado que va a ocurrir no sé qué ni cuándo, ¿qué providencias toma usted?
* Una bola de billar remonta un plano inclinado. Haga una averiguación.



La astronomía

* Una estrella fugaz cae en su mirada. ¿Qué hace usted?



Pequeña cosmogonía práctica

* Construya un mundo coherente a partir de Nada, sabiendo que: Yo = Tú y que Todo es Posible. Haga un dibujo.



La lógica

* Cuando usted “supone resuelto un problema”, ¿por qué continúa, pues, la demostración? ¿No sería mejor que se fuera a dormir?
* Encuentre en qué estriba el vicio de construcción del siguiente silogismo:

Mortal era Sócrates
Ahora bien, yo soy parisiense
Luego, todos los pájaros cantan


El lenguaje

* Tome una palabra corriente. Póngala bien visible sobre una mesa y descríbala de frente, de perfil y de tres cuartos.
* Repita una palabra tantas veces como sean necesarias para volatilizarla, y analice el residuo.
* Encuentre un solo verbo para significar el acto que consiste en beber un vaso de vino blanco con un compañero borgoñón, en el café de Los Dos Chinos, a las seis de la tarde, un día de lluvia, hablando de la no-significación del mundo, sabiendo que acaba usted de encontrarse con su antiguo profesor de química y mientras cerca de usted una muchacha le dice a su amiga: “¡Sabes cómo hice que le viera la cara a Dios!”.



Las metáforas

* Dada una vieja cajita de madera que quiero destruir o arrojar a la basura, ¿tengo el derecho de decir que la mato, que la espulgo, que la cocino, que la como, que la digiero, o bien que la borro, que la tacho, que la condeno, la encarcelo, la destierro, la destituyo, la vaporizo, la extingo, la desuello, la embalsamo, la fundo, la electrocuto, la deshincho, la barro? Responda a cada una de estas preguntas.



La arqueología

* Regrese con el pensamiento a los tiempos antiguos. La municipalidad de Atenas pone la piedra fundamental de las ruinas del Partenón. Describa la ceremonia.



La geografía

* ¿En dónde desembocaría el Sena si su fuente estuviera en los Pirineos?
* Aplaste el relieve de Suiza y calcule la superficie así obtenida.



La personalidad

* Observe con atención su mano izquierda y diga a quién pertenece.
* Suponga que usted no es usted: encuentre un reemplazante.



La moral

* Un muchacho ha robado un anillo valioso para regalárselo a su novia. Ahora bien, a la chica no le gusta el anillo. Lo rechaza. ¿Qué debe hacer el muchacho?



La psicología

* ¿Cómo se representa usted la falta de pescado? Dibújelo.
* ¿Cómo hace usted para sorprender a los personajes indeseables que se deslizan entre sus pensamientos? Enumere diversos procedimientos.
* A fin de remontarse en sus recuerdos, aplique una escalera contra la pared, pero no empiece a subir sin haberse provisto de una cuerda, uno de cuyos extremos será sólidamente fijado al piso y el otro enrollado alrededor de su puño izquierdo. Por no haber tomado esta precaución, muchas personas nunca han vuelto.



La sinceridad

* Dado que usted me presenta un tarjeterito afirmándome que está vacío, si al abrirlo bruscamente me encuentro con un cocodrilo de gran tamaño, ¿quién ha mentido: usted o yo? Adivine lo que quiero decir.



Tareas de poesía

* Un barco ebrio cuenta sus recuerdos de viaje. Este barco es usted. Dígalo en la primera persona del singular.
* Un fauno cree advertir, después del almuerzo, unas ninfas. Quiere perpetuarlas. Este fauno es usted. Dígalo en la primera persona del singular.
* Un hombre visita el cementerio de su aldea, a orillas del Mediterráneo. Ve unas velas en el mar y las toma por palomas que picotean sobre un techo. Desarrolle esta alucinación. El visitante es usted. Dígalo en la primera persona del singular.
* Usted es El Tenebroso. Se ha quedado viudo y necesita que lo consuelen. Por otra parte, es usted príncipe de Aquitania y acaban de destruir su torre. Considera melancólicamente su suerte. Pide que le restituyan el Pausílipo y, de ser posible, el mar de Italia con una flor y un parral, que le gustan mucho. Haga lo que hiciere, dígalo siempre en la primera persona del singular.





Hablemos de Metafísica


Preguntas

* ¿Acaso el universo se le ofrece como un “peso”? ¿Un peso que usted lleva, que usted arrastra? O, por el contrario, ¿tiene usted la sensación de “flotar” sobre el mundo? Motive sus respuestas.
* ¿A qué hora y en qué circunstancias siente usted con claridad a su “yo”? ¿Tiene éste un olor? ¿Un sabor? ¿Un color? ¿Una forma? ¿Tiene un “rostro”? ¿Cuándo tiene usted la impresión de que se le escapa?
* ¿Le agradan los en-sí? ¿O prefiere los para-sí?
* Comúnmente suele decirse que “el tiempo es oro”. Haga el cálculo en dólares.
* ¿Cómo se representa usted al Ser? ¿Tiene plumas en los cabellos?
* ¿Es la Nada más sensible el domingo que los otros días? ¿Desea usted pasar en ella sus vacaciones?
* ¿La Esencia está mezclada con los objetos en forma de polvo? ¿O como un líquido? ¿O bien cómo raíces muy sutiles inmersas en el centro de las cosas?













en Un mot pour autre, 1951


febrero 08, 2011



Ital Tek - Babel

"En plena luz no somos ni una sombra."
                                                         A. Porchia

febrero 07, 2011



Bibio - Excuses

Geneaología de Felisberto Hernandez

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Hubo una vez en el espacio una línea horizontal infinita. Por ella se paseaba una circunferencia de derecha a izquierda. Parecía como que cada punto de la circunferencia fuera coincidiendo con cada punto de la línea horizontal. La circunferencia caminaba tranquila, lentamente e indiferentemente. Pero no siempre caminaba. De pronto se paraba: pasaban unos instantes. Después giraba lentamente sobre uno de sus puntos. Tan pronto la veía de frente como de perfil. Pero todo esto no era brusco, sus movimientos no eran reposados. Cuando quedaba de perfil se detenía otros instantes y yo no veía más que una perpendicular. Después comenzaba a ver dos líneas curvas convexas juntas en los extremos y cada vez las líneas eran más curvas hasta que llegaban a ser la circunferencia de frente. Y así, en este ritmo, se paseaba la joven circunferencia.
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Pero una vez la circunferencia violentó su ritmo. Se detuvo más tiempo que de costumbre: quedó parada con el perfil hacia mí y el frente hacia la línea infinita. Parecía observar en el sentido opuesto de su camino. Pasó mucho tiempo sin ver nada a lo largo de la línea infinita. Pero la intuición de la circunferencia no erró: de pronto, con otro ritmo violento, de andar brusco, de lados grandes, se acercaba un vigoroso triángulo. La circunferencia giró sobre uno de sus puntos y los demás volvieron a coincidir con los de la horizontal en el mismo sentido de antes.
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Pero el ritmo de la circunferencia fue distinto al de antes: no era indiferente ni tan lento. Poco a poco iba tomando la forma de una elipse y su ritmo era de una gracia ondulada. Tan pronto era suavemente más alta o suavemente más baja. El vigoroso triángulo se precipitaba regularmente violento. Pero su velocidad no prometía alcanzar a la elipse. Sin embargo la elipse se detuvo un poco hasta que el precipitado triángulo estuvo cerca. Esa misma corta distancia los separó mucho tiempo y nada había cambiado hasta que el triángulo consideró muy bruscos sus pasos: prefirió la compensación de que fueran más numerosos y más cortos y se volvió un moderado pentágono.
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Ahora, hecho un pentágono era más refinado, menos brusco, pero no más veloz, ni menos torturado de problemas. Su marcha era regular a pesar de la contradicción de sus deseos: ser desigual, desproporcionados sus pasos, arrítmico. Y pensó y pensó durante mucho tiempo sin dejar de marchar tras la suave serenidad de la elipse. La elipse no se cambió más, además era sin problemas, espontáneamente regular y continuada. Y todo esto parecía excitar más al pentágono que de pronto resolvió el último problema volviéndose un alegre cuadrilátero.
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Pero una vez, la elipse rompió la inercia de su ritmo. Hasta en este trance fue serena. A pesar de la velocidad y la brusca detención hizo que sus curvas suavizaran esta última determinación. El cuadrilátero no fue tan dueño de sí mismo. No pudo romper tan pronto su inercia. Al llegar junto a la elipse pareció como que se produjo un eclipse fugaz y el cuadrilátero se adelantó. Recién después de haber dejado a la elipse muy atrás, pudo detenerse. Pero entonces la elipse reanudó su ritmo con la misma facilidad que lo dejó, se produjo un nuevo eclipse y el cuadrilátero quedó tras ella a la misma distancia de antes.
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La elipse volvió a detenerse. El cuadrilátero volvió a llegar hasta la elipse. El eclipse volvió a ocurrir. Pero fue el último: fue el eclipse eterno. La elipse quedó encerrada entre el cuadrilátero en un vértigo de velocidad. Fueron muy armoniosas las curvas de la elipse entre los ángulos del cuadrilátero y así pasaron todo el tiempo de sus vidas jóvenes. Cuando fueron viejos no se les importó más de la forma y la elipse se volvió una circunferencia encerrada en un triángulo. Marcharon cada vez más lentamente hasta que se detuvieron. Cuando murieron, el triángulo desunió sus lados tendiendo a formar una línea horizontal. La circunferencia se abrió, quedó hecha una línea curva y después una recta. Los dos unidos fueron otra línea superpuesta a la que les sirvió de camino. Y así, lentamente, se llenó el espacio de muchas líneas horizontales infinitas.


7<3

febrero 06, 2011



Gold Panda - Quitters Raga



"El secreto. Cualidad seductora, íniciática, de lo que no puede ser dicho
porque no tiene sentido, de lo que no es dicho y, sin embargo, circula.
Sé el secreto del otro, pero no lo digo y él sabe que yo lo sé, pero no
corre el velo: la intensidad entre ambos no es otra cosa que ese secreto
del secreto. Esta complicidad no tiene nada que ver con una
información oculta. Además, si cualquiera de los implicados quisiera
levantar el secreto no podría, pues no hay nada que decir... Todo lo
que puede ser revelado queda al margen del secreto. Pues no es un
significado oculto, no es la llave de nada, circula y pasa a través de
todo lo que puede ser dicho igual que la seducción corre bajo la
obscenidad de la palabra — es el inverso de la comunicación y, sin
embargo, se comparte. Sólo adquiere su poder al precio de no ser
dicho, igual que la seducción actúa a condición de no ser nunca dicha,
nunca querida…"

J. Baudrillard

febrero 05, 2011


Miami Horror - Moon Theory



Sentía más calor que cansancio y subió sin gran esfuerzo, chorreando sudor. En la cima vio sus tobillos mojados, los calcetines le recordaron transmisiones de tenis donde los cronistas hablaban de deshidratación. Se tendió en un claro sin espinas. Su cuerpo despedía un olor agrio, intenso, sexual. Por un momento recordó un cuarto de hotel, un trópico pobrísimo donde había copulado con una mujer sin nombre. El mismo olor a sábana húmeda, a cuerpos ajenos, inencontrables, a la cama donde una mujer lo recibía con violencia y se fundía en un incendio que le borraba el rostro.

¿En qué rincón del desierto estaría sudando Clara? No tuvo energías para seguir pensando. Se incorporó. El valle se extendía, rayado de sombras. Una ardua inmensidad de plantas lastimadas. Las nubes flotaban, densas, afiladas, en una formación rígida, casi pétrea. No tapaban el sol, sólo arrojaban manchas aceitosas en el alto desierto. Muy a lo lejos vio puntos en movimiento. Podían ser hombres. Huicholes siguiendo a su maracame, tal vez. Estaba en la región de los cinco altares azules resguardados por el venado fabuloso. De noche celebrarían el rito del fuego donde se queman las palabras. ¿Cuál era el sentido de estar ahí, tan lejos de la ceremonia? Dos años antes, en la hacienda de un amigo, habían bebido licuados de peyote con una fruición de novatos. Después del purgatorio de náuseas ("¡una droga para mexicanos!", se quejó Clara) exudaron un aroma espeso, vegetal. Luego, cuando se convencían de que aquello no era sino sufrimiento y vómito, vinieron unas horas prodigiosas: una prístina electricidad cerebral: asteriscos, espirales, estrellas rosadas, amarillas, celestes. Pedro salió a orinar y contempló el pueblito solitario a la distancia, con sus paredes fluorescentes. Las estrellas eran líquidas y los árboles palpitaban. Rompió una rama entre sus manos y se sintió dueño de un poder preciso. Clara lo esperaba adentro y por primera vez supo que la protegía, de un modo físico, contra el frío y la tierra inacabable; la vida adquiría una proximidad sanguínea, el campo despedía un olor fresco, arrebatado, la lumbre se reflejaba en los ojos de una muchacha.

¿Tenía algo que ver con esas noches de su vida: el cuerpo ardiendo entre sus manos en un puerto casi olvidado, los ojos de Clara ante la chimenea? Y al mismo tiempo: ¿tenía algo que ver con la ciudad que los venció minuciosamente con sus cargas, sus horarios fracturados, sus botones inservibles? Clara sólo conocía una solución para el descontento: volver al valle. Ahora estaban ahí, rodeados de los ánimos un tanto vencidos por el cansancio, el sol que a ratos lograba arrebatarle pensamientos.

La procesión avanzaba a lo lejos, seguida de una cortina de polvo.

Pedro se volvió al otro lado: a una distancia casi inconcebible vio unas manchitas de colores que debían ser sus amigos. Decidió seguir adelante; la colina le servía de orientación, regresaría al cabo de unas horas a compartir el viaje con los demás. Por el momento, sin embargo, podía disfrutar de esa vastedad sin rutas, poblada de cactus y minerales, abierta al viento, a las nubes que nunca acabarían de cubrirla.

Descendió la colina y se internó en un bosque de huizaches. De golpe perdió la perspectiva. Un acercamiento total: pájaros pequeños saltaban de nopal en nopal; tunas moradas, amarillas. Imaginó el sitio por el que avanzaban los huicholes, imaginó una ruta directa, que pasaba sobre las plantas, y trató de corregir sus pasos quebrados. Tan absorbente era la tarea de esquivar magueyes que casi se olvidó del peyote; en algún momento tocó la bolsa de hule que llevaba al cinto, un jirón ardiente, molesto.



Extraído de "Coyote", de Juan Villoro

febrero 03, 2011



                   
   "Si entramos, nos comprometemos a cierto curso de acción"